miércoles, 17 de octubre de 2007

El analista, angustia, muerte y escritura

Qué hacemos los analistas con las cosas que nos suceden no es tema nuevo en este espacio, más bien ha sido y continúa siendo su espíritu primigenio.
Por ello y continuando la escritura de la tristeza sigo pensando en los lazos que unen al analista, su angustia y la escritura.

Cada vez que nos preguntamos qué hacer con el sufrimiento del analista estamos hablando de la persona. El analista es un efecto, la persona puede ser su soporte, con todo lo que ello implica. Incluida la angustia, el miedo, la frustración y por qué no también alegría y satisfacción. Todo ello habita al sujeto.

Supongo que sin saber, al decir “escribo sobre lo que nos sucede a los psicoanalistas” me refería más bien a las dificultades, los desaciertos, las incertidumbres y solo cada tanto a las satisfacciones. Probablemente allí esté la clave para entender el título (La Palabra Mata la Cosa). Cuando pueda descubrirlo, prometo compartirlo.
Quienes han transitado la escritura acordarán conmigo en que son los momentos de tristeza los que convocan especialmente a la escritura e imprevistamente los que dan origen a los escritos más preciados.

La Ceguera de Borges es una de las oportunidades en las que asegura su certeza acerca de su destino literario. Aquellas cosas que le sucederían se transformarían en palabras, sobre todo las malas. Simplemente porque la felicidad no necesita ser transmutada: la felicidad es su propio fin[1].
Primo Levi en Entrevista a sí mismo da fe de la simpleza de las palabras del genio literario y dice: “… si no hubiera vivido la estación de Auschwitz, probablemente nunca hubiera escrito nada. No habría tenido motivo…”[2]
La falta es motor y propósito. Es aquello que invita a ser transformado, elaborado, escrito. La escritura, como otras artes que por ahora no domino y por lo tanto solo puedo hablar de escritura, es un modo de transformar la angustia. No para que cese exactamente, sino para que no sea solo eso, angustia.

La muerte al comienzo es sólo angustia. Vacío en exceso. Tan doloroso que desafía con la propia muerte. Y sólo le es dado a conocer su rostro a aquellos que han tenido que enfrentarla. En carne propia o en la de un hijo, que sería prácticamente lo mismo.

Como un compás los días van pasando y con ellos la muerte se va hilvanando como parte de la vida. Sutilmente toma forma de un recuerdo entre tantos otros que habitan la memoria y por lo tanto la vida de cada cual, aunque todavía quema.
La muerte convertida en recuerdo permite moldear sus filos con palabras habladas y escritas, en el mejor de los casos. Increíblemente redondea sus bordes y adquiere una forma mas suave y tolerable. La aspereza del recuerdo arropa el agujero incalculable y la viste de eterna compañera.

Si la vida es sueño porque no también la muerte.


[1] Borges, J. L. Siete Noches. La Ceguera. Emece
[2] Primo Levi. Entrevista a si mismo. Leviatán

Foto: Valle de la Muerte · USA
En diciembre de 1849
, dos grupos procedentes del condado de Gold (USA) se encontraron en el Valle de la Muerte tras perderse de su camino. El grupo de pioneros fue incapaz de encontrar una salida del valle durante varias semanas y se vieron obligados a comer algunas de sus reses para sobrevivir. Encontraron agua fresca en algunas fuentes de la zona y utilizaron la madera de sus carros para cocinar.
Tras abandonar sus carros, el grupo fue capaz de encontrar una salida del valle. Justo en el momento de abandonarlo, una de las mujeres del grupo se giró y dijo: “Adiós, valle de la muerte”, dando al valle el nombre que aún conserva. Curiosamente, sólo uno de los miembros de la expedición falleció en el Valle de la Muerte; se trataba de un anciano.