jueves, 17 de diciembre de 2009

Analista y algo más.

Rubén había mudado su consultorio a una parte de su propia casa. La economía se hacía cada vez más escueta y el cambio le permitía tener menos gastos y más horarios para sus pacientes.

Era viernes, hacía mucho calor, las clases habían terminado. Rubén escuchaba los desencuentros de Pablo con su esposa, las peleas, los tirones en la relación como padres, las desautorizaciones con su hijo que su esposa no paraba de repetir. El clima áspero de la casa de Pablo se trasladaba al consultorio a través de las palabras, hilvanadas como dagas que Pablo se sacaba de a una cuando le hablaba a Rubén, mirándolo con sed de cuidado. Pidiéndole alguna pista que le permitiera poner freno a la histeria de su mujer. Pablo hablaba. Rubén flotaba en su escucha.

La boca de Rubén hizo un gesto con la intención de dejar salir alguna palabra acerca del monólogo sufriente de su paciente. En ese prometedor instante la puerta del consultorio se abrió brutalmente. A los gritos, entró un niño de unos cinco años. Con un shortcito rojo, descalzo y sin remera.

- Papaaaá! Mamá no me deja jugar a la Plaaay. Me dijo que te preguntara a vos! Dale, dejame jugar!!!!

El silencio era ruido en los ojos desorbitados de Rubén. Ambos permanecieron callados, mientras Martín miraba a su papá como quien espera una respuesta crucial de la existencia.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El juguete rabioso

Novela. De Roberto Arlt. 1926

No es fácil escribir sobre esta novela. Aunque no por complejas, abandono las tareas. No prometo nada demasiado interesante. De atravesar esta línea será a su propio riesgo. Yo avisé.

Decían sus contemporáneos que el tipo escribía mal. Decían ellos y también dicen ahora ciertos seguidores de aquellos intelectuales de acomodadas posiciones. Dice lo mismo cierto halo extraño sobre el nombre Arlt. Rumores que entorpecieron mi lectura durante años. A pesar de tener esta novela durmiendo en mi biblioteca hace mucho tiempo, jamás la había elegido. Amarilla, ella, no se ofendió cuando después de mi ingratitud de tantos años me decidí a tomarla.

Yo no sé a qué le llamaban escribir mal. Este hombre, que lamentablemente murió muy joven, logra mudar al lector a un mundo sórdido, plagado de carencias, de soledad, de anhelos obstaculizados, de una sociedad con poco espacio, pero también y a pesar de todo eso, un mundo de aventuras.

Dos escenas son fantásticas. Una de ellas por su significado y otra por la dureza con la que impactan las palabras. Ambas por la ambigüedad propia de Arlt.
La primera pertenece al primer capítulo: Los ladrones. Silvio Astier, aún siendo un niño se junta con otros niños del barrio. Fundan el “Club de los Caballeros de la Media Noche”. La finalidad: robar. Uno de los atracos es a la biblioteca. Todos los detalles de la hazaña están contados con lujo de detalles de manera que uno está allí, escondido con ellos cuando, por ejemplo, oyen unos pasos extraños.
Roban libros. Eso es genial. No por el robo en sí, sino porque a pesar del contexto de estos niños, el interés de ellos, particularmente de Silvio (de Arlt), el protagonista, estaba en los libros a los que no podía acceder de otra manera.

La otra escena magnífica pertenece a “Los trabajos y los días”, el segundo capítulo. Silvio Astier trabajaba como cadete en una librería. Un día cualquiera se encuentra ante la oportunidad de incendiarla, sin vacilar, sucumbe a la tentación de dejar caer una brasa sobre un montón de papeles. Abandona el lugar sintiéndose libre y feliz de su decisión. Aunque para su desgracia luego comprueba que la brasa no llegó a provocar la tragedia que él hubiera querido.
Impactan las palabras sin culpa, sin titubear, con goce de la vil oportunidad.
Además de las dotes malignas con las que Arlt dota a sus personajes, esta escena representa la relación dual de Silvio Astier, de Arlt mismo, con la sociedad de los libros. En el sentido intelectualoide del término. Los libros eran su vida, pero también representaban a todos esos autores acomodados con los que él batallaba con la prepotencia que solo puede tener quien se siente herido y no encuentra mejor modo de defensa que el ataque petulante.

Y continúa con idéntica dualidad al final. El juguete rabioso culmina con otra canallada, lograda en este caso, que también plasma la estupenda dualidad de Arlt. Rasgo que lo convirtió, desde esta mirada aficionada, en un gran escritor, fuera de todo molde prefabricado.

Les regalo estas líneas:

“Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras tercas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los días, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad.” R. Arlt

lunes, 30 de noviembre de 2009

Un poco de humor

Es bueno... es bueno.

Marido y mujer acuden al psicólogo tras 20 años de matrimonio.
Cuando se les pregunta cuál es el problema, la mujer saca una lista larga y detallada de todos los problemas que han tenido durante los 20 años de matrimonio:

...poca atención, falta de intimidad, vacío, soledad, no sentirse amada, no sentirse deseada...

La lista es interminable.

Finalmente, el terapeuta se levanta, se acerca a la mujer, le pide que se pare. La abraza y besa apasionadamente, mientras que el marido los observa con una ceja más alta que la otra.
La mujer se queda muda y se sienta en la silla medio aturdida.

El terapeuta se dirige al marido y le dice: “Esto es lo que su esposa necesita al menos 3 veces por semana. ¿Puede hacerlo?”

El marido lo medita un instante y responde: “Bueno, la puedo traer los lunes y los miércoles, pero los viernes tengo pesca”.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Letras en el Shopping

Que la literatura enriquece el mundo no es una novedad. Sin embargo, cuando eso sucede de un modo tan directo y concreto, sorprende. Es como poder volver a maravillarse con el atardecer. Ya se sabe que el sol se pone, que entra por aquí y sale por allá, pero cuando uno se deja envolver al contemplarlo, sorprende.

Ayer tuve la grata oportunidad de conocer gente nueva, de reírme, de compartir historias, de ampliar el universo. Todo eso gracias a un cuento. Había enviado uno de mis cuentos a un concurso y al parecer pude decir algo en él, tanto que fue seleccionado entre diez, de un total de seiscientos cuentos.

El concurso lo organizaba el Boulevard Shopping de Adrogué. ¿Un shopping organiza un concurso de cuentos? pensé. Desde cuándo el paradigma del capitalismo se ocupa de la cultura. Evidentemente no hay una única manera de hacer las cosas. Parece que el grupo de marketing que allí trabaja encontró la veta para no dejar de hacer su trabajo, y al mismo tiempo no perder de vista que cuanto más cultura tenga un pueblo, más interesante será.

Gracias al jurado: Claudia Piñeiro, Laura Massolo y Patricia Saccomano. Y gracias a los organizadores del Shopping: Juan Pablo Fiorenza, Arq. Hugo Gilardi y los demás de quienes lamentablemente no se sus nombres.

lunes, 9 de noviembre de 2009

¿Avivada?

Electroshock ¿Malas ondas? Revista Viva. Domingo 8 de Noviembre de 2009. Pag. 56

Los domingos, mientras desayuno suelo pasar las hojas de la revista que viene con el diario, que justamente parece tener ese destino: pasar. Y no está mal, tal vez acompañan la atmósfera del día de relax. Para mayor contenido están las revistas culturales del sábado, u otras aún mejores.

Lo innegable de esta dominguera publicación es que participa en la creación de la opinión publica. Miles de personas deben hacer lo mismo que yo. Transitan sus páginas mientras untan la tostada con mermelada. Probablemente, muchos de ellos la tomen como una fuente de información fidedigna. Supongo que debe pasarme con temas que desconozco, pero no es el caso.

Como quien encuentra una pastilla de éxtasis en medio de un helado de dulce de leche, leí Electroshock en una de las hojas de la Revista Viva de ayer y casi se me cae la tostada. Qué podía significar un artículo como ese en una revista sin consecuencias, pisándole los talones al año 2010. ¿Malas ondas? Sí. Un tufillo extraño, que sobrevuela la salud mental de nuestro país en los últimos meses.

No voy a hablar de qué se trata la técnica de electroshock, ya bastante la promocionaron en la viva revista. Simplemente diré que se utilizaba hace unos sesenta años atrás, cuando la industria psicofarmacológica no estaba tan desarrollada como ahora y cuando el paradigma del tratamiento de la locura, era asilar. Es decir, al loco había que aislarlo. Hoy en día, la supuesta política de salud que intenta impartir el Gobierno de la Ciudad, apuntaría a la inclusión, a la desmanicomialización, etc. Todo muy lindo pero que los pacientes no piensen. Démosle un lindo nombre a la patología, que los acompañe toda la vida y convenzámoslo de que el electroshock será bueno para su salud. De esa manera se someterá feliz a un procedimiento que arrasará con su subjetividad y lo hará presa del capricho eléctrico del sádico que se lo aplique.

No me caben dudas de que en la antigüedad, ciertos casos de psicosis graves deben haber recogido efectos terapéuticos gracias al electroshock. Yo misma, en mis años de hospital presencié no solo un electroshock sino también sus efectos: una paciente catatónica viró hacia la manía.
Lo más salvaje de este artículo presentado en medio del rugbier del siglo y Bioy Casares, es que habla de la aplicación de está maldita técnica en los famosos pacientes bipolares de hoy, o en las depresiones graves (que muchas veces no son más que gente normal un poco deprimida, que trata de sobrellevar su angustia recurriendo a soluciones bruscas). Existe una marea de palabras ofrecidas cual nombres que la gente consume a lo loco. Pareciera que uno no existe si no es bipolar, tiene un amigo deprimido, fóbico o con ataques de pánico. Es top, hay que tenerlo.

Algún fanático de la Revista, pordía defenderla argumentando que plasmaron allí ambas campanas. Es cierto. Se le da la palabra a un psicoanalista y se menciona que hay toda una corriente de salud mental que considera que no es el tratamiento adecuado. Pero tan cierto como eso -y para mi gusto lo más perverso del artículo- es que los recortes que ilustran la nota, las palabras grandes ubicadas a los lados de los párrafos, todas ellas proponen al electroshock casi como una novedosa técnica de curación. Me he tomado el trabajo de transcribirlas, para que mis lectores (dos o tres locos como yo, muy lejanos a los millones que leen Clarín), puedan sacar sus propias conclusiones:

“En el Borda los médicos llevan sus aparatos. Las máquinas que hay son viejas”

“El electroshock es el único remedio para depresiones graves que son resistentes al uso de antidepresivos”

“Los efectos no deseados no son nada si se tiene en cuenta que las personas con depresión son proclives al suicidio”

Al comienzo decía, que el destino de estas páginas de domingo suele ser un mero desfile por ojos poco interesados. Miles de personas deben leer sólo estas frases sin darle mayor importancia. El problema es que unos días después puede producirse la siguiente escena:

- Mi cuñado está muy mal. El laburo está cada vez peor y el tipo la verdad que no le encuentra la vuelta. Mi hermana también ahí anda…
- ¿Hizo algún tratamiento?
- Si, fue a un par de psicólogos, pero no enganchó con ninguno.
- Tal vez está para psiquiatra.
- No sé…
- El otro día leí en el diario que el electroshock da buenos resultados, por qué no le comentas a tu hermana.
- Sí, yo también lo leí. Te juro, me acordé de él.
- Y bueno, con probar…
- Sí.

Parece un diálogo inofensivo, pero no lo es.
Una verdadera política que pretenda erradicar los manicomios debería hacer todo lo posible para que sus ciudadanos piensen, el electroshock está en las antípodas de ese propósito.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Las grietas de Jara / Claudia

Novela. De Claudia Piñeiro. Alfaguara. 2009

Mi admiración por esta autora es de público conocimiento. El amor verdadero se basa en ser capaz de ver defectos y virtudes, aciertos y desaciertos. Más amor aún es poder decirlos. Alguna vez escuché que el amor verdadero consistía en aprender a amar los equívocos del otro, sus partes más oscuras.
En virtud de ese amor literario que me une a ella, es que escribo estas líneas sobre Las grietas de Jara.

Pablo Simó es el típico personaje oprimido que persigue una libertad inalcanzable. Jara, un viejo zorro, que le enseña sin saber, las picardías de la vida. Gracias a ellas, Simó cambia de rumbo.
La novela está lograda como todas las demás de Piñeiro. Una muerte plantea una intriga inicial que va aumentando con el pasar de las páginas, de modo que uno quiera seguir leyendo. Pero esta vez, si bien las páginas me tiraban de los ojos, no sentí la sed de Elena sabe. Tropecé, sobre todo al final, con algunos lugares comunes. El cambio de look de Pablo Simó, los enredos sacándose fotos con Leonor, la esposa de Pablo una loca desquiciada, etc.
Y lo más decepcionante, un final imaginado diez o quince páginas antes. Debe ser que Claudia me tenía acostumbrada a estrellarme en la última página.

Pero como decía al comienzo, el amor es descubrir blancos, negros y grises. Un hallazgo de esta novela, muy bien logrado por cierto, son las conversaciones imaginarias con Barletta. Esos diálogos interiores que todos tenemos con diferentes personajes de nuestra existencia, están maravillosamente logrados en muchos pasajes de la travesía de Simó.

Les regalo algunas palabras de la novela que vienen a cuento:

“…Porque si uno no sabe qué es el amor, ¿qué más preguntas quedan por hacerse? Tampoco sabe, pero hay algo de lo que Pablo sí está seguro: que nadie, casado, soltero, hombre, mujer, joven o viejo, se atreve a dudar -como hoy lo hace él- de que el amor exista.”

Léanla, vale la pena.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Mandá PSICO al 9010

Roberto era un paciente grandote, de unos 45 años, con brazos anchos y manos seguras. Se analizaba con Mario R. Un psicoanalista macanudo, más o menos de la misma edad que él, pero con un cuerpo ligeramente más pequeño.
Hacía un tiempo, los progresos en el análisis de Roberto lo habían arrojado al diván para conquistar sus más profundas mociones inconcientes y por fin superar sus dificultades al hablar. Le pasaba que muchas veces, frente a situaciones críticas en las que se sentía molesto no terminaba de decir todo lo que hubiera querido. Se guardaba más de la mitad de las palabras. Muchas veces sentía que esto lo dejaba mal parado y perdía oportunidades importantes en su vida.

Ese martes el diván estaba repleto de palabras de Roberto. Lo que pasa es que mi jefe se cree que yo soy boludo. En el sillón de atrás, cada tanto se escuchaba pip, pip, pup, pop. Se cree que yo no me doy cuenta de que está armando un proyecto a mis espaldas. Yo me pregunto por qué me cuesta tanto enfrentarlo y decirle lo que pienso. Pip, pip, pup, pop. Tal vez si algún día me animara a decirle algo de todo lo que pienso hasta me estimaría más, me respetaría, cosa que no hace. Tin pun. El otro día soñé que era mudo, que quería articular las palabras y no me salía el sonido. Estaba mi vieja que no se daba cuenta y me hablaba como si nada. Pip, pip, pup, pop. Roberto hizo un silencio luego de relatar el sueño. Esperaba que Mario le dijera algo, pero éste respondió con mas silencio. Roberto pensó que era una invitación a seguir asociando sobre el sueño, así que cumplió. A veces pienso que esto que me pasa tiene que ver con mi vieja. Tin pum. Ella nunca me escuchaba, hoy en día no me escucha. Pip, pip, pup, pop. Roberto se sintió molesto. Escuchaba ese ruidito desde el comienzo de la sesión. Su psicoanalista estaba escuchándolo o enviando mensajes de texto. Miró por el rabillo del ojo, se veían los pies de Mario inmóviles. Siguió hablando. Tin pum. pip, pip, pup, pop. Era muy evidente. Eran las malditas teclitas del celular. Encima ni ponerlas en silencio sabía.
Pip, pip, pup, pop. De pronto, Roberto se incorporó bruscamente sobre el diván y dio vuelta su cabeza para clavarle la mirada a su psicoanalista. Mario tenía su rostro ligeramente iluminado por la pantalla de su celular. Se quedó impávido, con los ojos abiertos y el celular en la mano, como quien de pronto se enfrenta a un demonio. Roberto, irónico como pocas veces, le dijo: ¿te estas aburriendo, no? La cara de Mario se pobló de colores y dijo: ¡no, para nada! Roberto se paró, estirando su metro noventa delante del sillón de Mario y replicó: ¡Claro no te estas aburriendo porque estas dale que dale con el mensajito. ¡¿No te da vergüenza?! Mario contestó lo incontestable: estaba anotando algunas frases de lo que decías. Ah… sí claro y se las mandabas a Freud en la tumba para que te ayude, no? El psicoanalista in fraganti se puso de pie y Roberto no resistió el impulso. Alzó su mano derecha y lo bajó de una trompada. Agarró sus cosas y se fue.

Al rato, un mensaje de texto de Roberto decía: Disponé de mi horario, Freud me escribió a mí directamente y me acaba da dar el alta.

viernes, 3 de julio de 2009

De la alcoholemia al alcohol en gel, pasando por el mosquito asesino.

Freud decía que no importa la realidad de los hechos, sino la realidad psíquica. Aquello que la persona toma como real, pues en verdad, es ahí donde vive. Interesante idea para tener en cuenta en estos días de pandemia. ¿Dónde vivimos? Bueno, Freud lo ha respondido antes que yo. Tal vez el tema, en este caso, sería quién construye la realidad social. Una epidemia es un escenario exquisito para notarlo. Cosas que usualmente pasan desapercibidas, se revelan con mayor nitidez en medio del conteo de infectados.

Quién se acuerda hoy del temor al test de alcoholemia que experimentaban los porteños al saber que en cualquier vuelta de la esquina podían pararlo para medir el alcohol en su cuerpo y quitarle puntos de su boletín. El alcohol pasaba de ser el invitado especial de las comidas a ser quien podía echarlo todo a perder: auto, registro, calma y demás posesiones. Convirtiéndose casi en el enemigo de la ciudadanía. Asistimos a variadas historias de sujetos parapetados en sus autos, malgastando horas de encierro con tal de que el placer de sus excesos no sea cuantificado por un simple y escueto número.

Luego tuvimos otro enemigo, que otrora había sabido conquistar mitos populares. Resultaba que los simpáticos, aunque a veces muy cargosos mosquitos, se habían dividido en dos bandos. Los buenos y los malos. Estos últimos vestían unas rayas sutiles en su atuendo que simbolizaba la guerra declarada. Amenazaban con diseminar su peste por aquí y allá para adueñarse del universo. Los medios de comunicación nos exhortaban a unirnos al combate armado contra esta secta indeseable de insectos. Aniquilarlos era nuestra misión de vida o muerte.

La gente que ha acumulado años como para haber transitado varias generaciones, suele decir que la vida es una rueda. Una expresión que intenta explicar ciertas paradojas que observan con el sólo dejar pasar los años ante sus ojos. En esta oportunidad no fue necesario ni siquiera un lustro para ver cómo el alcohol pasó de ser enemigo a salvador. Convertido en gel, ha recobrado su reputación con creces. Consagrándose como un bien preciado, que todos buscan y pocos consiguen. Quienes lo tengan, ostentaran una alcoholemia positiva que les aseguraría la salud en medio de la pandemia.

Sin duda la gripe A es algo de lo que debemos cuidarnos. Pero ¿eso es todo? ¿Atravesamos un fenómeno estéril, libre de manipulaciones? ¿Las cosas son lo que son, son lo que se muestra que son, son lo que se esconde? Es muy probable que no pueda responder tantas preguntas. De lo que sí estoy segura es de que la sensación con la que se vive es resultado de una construcción. El termómetro de la calle está directamente relacionado con los medios de comunicación en proporciones simétricas, que suben y bajan según el antojo de éstos últimos.
Menos de una semana atrás, la pandemia ya estaba entre nosotros, sólo que no teníamos tanto miedo. Hablábamos de las elecciones, de la legalidad de las candidaturas testimoniales. Luego hablamos de todo lo que había perdido el gobierno con el resultado de los comicios. La noticia no era quién ganó, sino quién perdió y lo que había perdido en ellas.

Es probable que el Gobierno de la Ciudad siga haciendo controles de alcoholemia. ¿O ya no es importante que la gente maneje alcoholizada? ¿Sería menos grave morir en esa circunstancia que morir de gripe? ¿Menos probable tal vez? Nadie parece estar preocupado por ello. ¡Ok, tome alcohol pero límpiese las manos luego de hacerlo!
Los mosquitos están, supongo, dormidos por el frío. Pero no bien regrese el calor pueden volver al ataque, sólo que pocos piensan en eso y seguro no es gente que salga en la televisión. La inseguridad debe ser la misma que la semana pasada, sólo que ahora los medios dicen que es más importante conseguir alcohol en gel. El acceso a la educación sigue siendo restringido para los barrios más pobres, los accidentes de tránsito siguen teniendo la misma tasa de mortalidad que hace unos meses. El sistema de salud no era prioridad en las campañas políticas de la semana pasada. Menos de siete días después, médicos y enfermeras son la vedette del espectáculo y la gente toma conciencia de su importancia.

Atravesar una pandemia, además de ser un momento crítico para la salud de la ciudadanía, no deja de ser un hito en la historia del mundo. Justamente por su magnitud genera múltiples fenómenos sociales que vale la pena pensar. Probablemente para poder mantener la calma en tiempos en que Crónica TV cuenta los muertos como si fueran trofeos negros de sus rojas primicias.

jueves, 21 de mayo de 2009

El abanico de Seda. de Lisa See

2005. Ediciones Salamandra

Llegué a esta novela por invitación de alguien cuya lectura goza de mi estima. De no haber sido así, probablemente nunca la hubiera comprado. No conocía a la autora, su nombre oriental no me hubiera atraído y leyendo la contratapa hubiera imaginado cierta pesadez en la historia. Y bueno, uno no se libra de los prejuicios como de los mosquitos, por ello la recomendación es un fantástico modo de llegar a los libros.

Al cabo de tres páginas ya estaba perdida en el 1823, apasionada en el mundo de las mujeres chinas de aquel entonces. Toda una cultura desconocida comenzaba a cobrar vida con el correr de las líneas.
Con una escritura simple y llevadera, la autora logra escenas de magnífica viveza y temible crueldad. Tanto que por momentos cuesta avanzar por las palabras.
En un espléndido logro literario, Lisa See une tres elementos de aquella realidad para transmitir toda la marca de una cultura: los pies vendados, la opresión y la escritura.

Las mujeres de aquel entonces tenían valor sólo por el potencial arreglo matrimonial que con ellas pudiera hacerse y de allí su única utilidad sería dar a luz hijos varones. Cuanto más pequeños fueran sus pies, más bellos se los consideraba y mejor el casamiento al que se podía aspirar. El vendaje de los pies constituía un ritual que daba comienzo a la vida futura, que la niña jamás podría rechazar. A los seis o siete años, las madres vendaban los pies a sus hijas de manera tal que sus dedos y sus talones estuvieran lo más próximos posible. Se convertían en pequeñas mujeres que soportaban años de intenso dolor mientras sus pies se quebraban para adquirir la forma deseada por la cultura.
Vendas bajo las que caía la frescura, la risa, la curiosidad. Cuando el dolor físico cesaba no tardaban mucho en ser ubicadas en matrimonios. El dolor continuaba, aunque ya era de otra clase.
El pensamiento de las mujeres y en otro sentido el de los hombres también era asfixiado por una florida serie de imposiciones que no dejaban espacio al deseo, las preguntas, las dudas, los temores.
El abanico de seda es el símbolo de una escritura secreta llamada nu shu, que las mujeres transmitían entre generaciones. Es a partir del abanico bordado en nu shu que la autora abre las puertas a los sentimientos de los personajes, el dolor, la esperanza, la muerte, el miedo. La escritura se revela como una bocanada de aire fresco en una trama de espacios cerrados, pies vendados y palabras calladas.

La sensación que produce el viaje por esta historia es la recurrente pregunta: ¿por qué no se va?, ¿por que no se revela o hace algo para cambiarlo?, ¿cómo puede ser que nadie piense algo distinto?. La respuesta es simple. No se trata del relato de una mujer de pies vendados, es la historia de varias generaciones de mujeres contada en los pies de una de ellas. Tales preguntas sólo pueden surgir si no se está en esos zapatos, sino en otros muy lejanos en tiempo y espacio, y que justamente posibilitan esas preguntas.
Animarse a la lectura de esta novela permite vivir en carne propia la frase tan repetida en filosofía y utilizada en psicoanálisis: la realidad no es más que algo que se construye.

Les regalo una de las oraciones más impactantes del relato:

“...Mi madre tiró de mis dedos rotos y los dobló hasta pegarlos por completo a la planta de los pies. En ningún otro momento percibí tan claramente el amor de mi madre.”

martes, 12 de mayo de 2009

¿Quién paga?

Se había recibido hacía aproximadamente seis meses. Terminar la carrera es una hermosa sensación liberadora, aunque al mismo tiempo se parece a un empujoncito al abismo.
No más parciales, no más notas, ni lecturas obligadas. El momento del gran desafío ha llegado: vivir de la profesión.
La mayoría de la gente desconoce que los psicólogos forman parte del precarísimo sistema de salud de la Argentina, al igual que los médicos, enfermeros y diversas profesiones ligadas al ámbito de la salud. El mito popular dice que los psicólogos se llenan de plata. Tal vez algunos sí.
El frenesí del comienzo embargaba todos los costados de su nuevo ser profesional. Había rendido el examen de residencia pero resultó concurrente. Es decir, no entró en el 6% que recibe una remuneración por el trabajo que realiza en el hospital. Él también trabajaría, atendería pacientes, supervisaría, se formaría en la clínica hospitalaria, pero no recibiría un centavo a cambio. Las ansias de aprender cubren muchas faltas, así que eligió un hospital de su agrado al que concurría tres veces por semana. Por su flamante matrícula, su actividad asistencial consistía en realizar cursos de formación y escuchar entrevistas de admisión de pacientes nuevos en compañía de un colega más experimentado.
Las charlas de pasillos, el café en las reuniones de equipo y las conversaciones que se extienden tanto como la demora de los pacientes, comenzaba a dar sus frutos. Un colega le comentó de una institución en la que tomaban jóvenes profesionales, donde además de tener la posibilidad de ampliar su formación, le derivarían pacientes. Se entusiasmó como quinceañera con primera cita. Le pidió los datos y no demoró su llamado. Lo atendieron amablemente, le indicaron que enviara su curriculum con la promesa de llamarlo cuando lo recibieran. Ese mismo día las hojas de su corta vida profesional salieron por su computadora.

Luego de tres días, por fin lo llamaron. Acordaron una entrevista a la que llegó con inglesa puntualidad, que no tuvo su correlato en el avezado colega que lo entrevistaría. Esperó treinta largos minutos, pero el entusiasmo seguía intacto.
Finalmente se acercó un señor de unos cincuenta y cinco años. Caminaba algo encorvado y su mirada se enfocaba más bien al suelo. Lo hizo pasar sin pronunciar demasiadas palabras. Se acomodó en la silla que éste le indicó e intentó no demostrar sus nervios. Por un momento tuvo una horrible sensación, como si en lugar de ser tratado como un joven colega, estuviera frente a su nuevo psicoanalista. Fue horrenda porque estaba muy conforme con su análisis y no tenía ninguna intención de cambiar de analista. Tal vez el incómodo efecto tuvo que ver con el modo de empezar de su entrevistador. Le dijo: Bueno, te escucho. Ciertos vicios profesionales suelen colarse por todos los recovecos de algunos colegas. Por un instante dudó. Supuso que el cansado terapeuta veía tantos pacientes por día que no había registrado que él estaba allí para otra cosa. Reprimió ese pensamiento y se largó a las palabras. Habló acerca de cómo había llegado hasta allí, de los meses de experiencia en el hospital, de sus preferencias teóricas. El hombre lo miraba como queriendo descubrir no se sabe qué cosa. Cada tanto hacía algún comentario. Su hablar era lento. Si le hacían una pregunta demoraba al contestar, como si en lugar de estar enfrente, la conversación tuviera un océano de distancia, un delay propio de las comunicaciones satelitales. Los silencios en análisis son productivos porque permiten pensar, pero en las entrevistas de trabajo son incómodos, no hay vuelta que darle. Eso no es distinto según la profesión.

Nada en el desarrollo de la entrevista le hacía pensar al joven que no fueran a admitirlo. Su entrevistador de turno le había preguntado sus horarios disponibles y le había explicado cierto funcionamiento administrativo de la institución. Silencio mediante y como el hombre no hablaba de ello, el joven preguntó por los honorarios. El rostro del avezado se tornó más firme y sus palabras fluyeron sin tanta parsimonia. Tenes una cuota mensual que al principio la pagarías completa y luego la podes ir cubriendo con el porcentaje de honorarios que te correspondería de los pacientes. Al joven se le vino el mundo abajo, pero intentó sostenerlo. ¿Cómo, no entiendo, cuota, pagar, quién la paga?. Vos la pagarías, los profesionales tienen un abono mensual que corresponde a la pertenencia a la institución. El joven trató por todos los medios que no se le notara el desconcierto, que su cara no tradujera lo que verdaderamente pensaba: ¿tengo que pagar para trabajar? No se animó a hacer esa pregunta, se sintió desdichado y descubrió una vez más que para vivir de su profesión el camino sería largo y tedioso. El entrevistador lo miraba impávido.

domingo, 5 de abril de 2009

El ojo de la cerradura. de Juan José Millás

Febrero 2006. Península.

Juan José Millás es uno de mis escritores favoritos. Sus palabras tienen un modo de ubicarse unas tras otras de manera que yo siempre quiera más. Qué otra cosa se le puede pedir a un texto.

Llevo leídas tres de sus novelas: Laura y Julio, El desorden de tu nombre y El mundo. Son las que he podido conseguir. Menos de las que hubiera deseado leer.
No me desviaré diciendo que las tres son excelentes.
La escasa disponibilidad de libros de este autor en mi ciudad ha provocado que en cada visita a una nueva librería, entre otras cosas, pregunte: ¿qué tenés de Millas? Dispuesta a comprar lo que me sea ofrecido sin dudar de lo atinado de mi inversión.

En la última oportunidad tuve la suerte de encontrarme con alguien de mi calaña. Otro fanático de Millás, que antes de responder me miró con ojos encendidos y me dijo: ¡viene a la Feria del Libro! ¿En serio? Ese dato me alegró la tarde.
Luego del intercambio de fanatismos varios puso en mis manos El ojo de la cerradura.

Es un libro poblado de pequeños textos compuestos a partir de fotografías, que a su vez son textos que Millas traduce y que cada lector teje con su mirada. Cada texto es una mirada y cada mirada es un texto distinto.
El tema del libro es, sin duda, la mirada. Aquello que se entrelaza de modo azaroso pero determinado. La mirada de Millas es mordaz, directa, meticulosa, masculina, apasionada, idealista, crítica, persistente. Dejándose sobrecoger por lo que la imagen le produce. En cada línea le dona al lector un pedacito de alguna de esas características, de modo tal que uno no puede más que salir enriquecido luego de haber mirado por su cerradura. Gracias.

Les regalo la primera oración del libro:
“Todo el mundo tiene una cámara de fotos, pero no todo el mundo tiene mirada.”

miércoles, 18 de marzo de 2009

En el súper

Galletitas, leche, yogurt, manzanas, pechugas de pollo, arroz. Me faltan unas botellas de agua. Qué caro está el shampoo. Menos mal que hay poca gente. Ah, llevo un desodorante por las dudas. Qué me habrá querido decir con algunos ven y otros ven lo que quieren ver. Yo veo. ¿O no?

¿El agua? Allá. ¿Es él? No, no es. No puede ser. No vive por acá. Bah, en realidad no sé dónde vive. No, no es. Sí, es. ¿Qué hago, lo saludo? No, no tiene nada que ver. Me hago la boluda. Mirá los pantalones que tiene. Esos joggins no se usan más. Y están hechos pelota. Y ese buzo, horrible. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis botellas de cerveza. Miralo, no lo tenía. ¡Mierda! Está poniendo vino. Mirá si me atiendo con un borracho y no me enteré. ¿Qué hago, lo saludo? No, lo voy a incomodar con toda esa bebida en el chango. Va a pensar que lo quise poner en evidencia. ¡Licor, bueh! Todo mal. O está de fiesta, o este tipo chupa como una esponja. Me falta el agua. ¿Qué hago? ¡Mirá! Tiene toda comida chatarra. Hamburguesas, Patitas, pizza, pan, chocolate. Este tipo no se cuida ni en pedo. Además, qué, vive solo, no lleva leche, ningún… ¡Uy viene para acá! ¿Me habrá visto? Queda mal que salga corriendo. Me hago la que no lo ví.

- Hola.
- ¡Ah!..mmm … Hola, no te había visto. ¡Qué casualidad!
- Chau, nos vemos.

¿Se irá para la caja? Agarro el agua y me voy.
¿Qué hago la próxima sesión, le digo que lo ví?

viernes, 6 de marzo de 2009

Psicoanálisis salvaje

Los psicoanalistas tenemos fama de gente rara. Si bien algo de cierto debe haber en ello, “rara” es una palabra difícil de determinar. El tema de hoy tal vez sea una de esas rarezas. Bastante molesta por cierto.

La fama de raros suele materializarse, por ejemplo, en esa idea de que andamos psicoanalizando sin mirar a quien, en todo momento y en todo lugar. Cosa que en la mayoría de los casos no es cierto. Lo que muchos no saben es que el peor salvajismo del psicoanálisis fuera de lugar suele darse entre los propios psicoanalistas.
No son todos. Aunque sí, un número considerable de experiencias vividas y escuchadas como para sufrir un efecto de desagradable repetición: ¡otra vez lo mismo!
Hay quienes ante el menor conflicto con un colega sacan de la manga sus intervenciones analíticas como defensas predilectas. Algo tan despreciable como las armas químicas de ciertos países. Entonces, suelen decir cosas como: deberías revisar tus cuestiones edípicas, no me transfieras tus problemas (cuando quien habla no es más que quien transfiere y lo niega), me extraña que vos estés diciendo esto, es grave que no puedas escuchar lo que te digo (cuando lo que sucede es que el otro escucha pero no está de acuerdo), etc., etc.

Ninguna posición es más funesta que la obscenidad. Las intervenciones analíticas están hechas para un contexto determinado que no debiera atravesar los muros de la relación analista – analizante. Sin embargo nunca falta algún “psicoanalista” acorralado que saca a relucir sus palabras de consultorio porque se ha quedado sin palabras de las otras. Aquellas que sirven para que la gente en plural se comunique.
Claro que ciertas profesiones pueden colaborar con cierto sesgo en la mirada sobre el mundo, lo que hay que controlar es la lengua. No todo lo que se piensa se puede decir en cualquier lado y de cualquier manera, sólo por ostentar una mustia chapa profesional. Muchos dirán: vicio profesional. Es posible, pero hay que combatirlo.