sábado, 30 de agosto de 2008

Una oreja en oferta

Un simple borrador

Los psicoanalistas tenemos fama de ser vendedores de orejas. De los mas viles comerciantes inescrupulosos, capaces de vender el mismo objeto a una docena de personas en el mismo día. Siempre airosos de encontrar ávidos compradores, que regresan una y otra vez a solicitar el mismo bien.

Como toda fama siempre es dudosa y si no lo es mejor convertirla en ello. ¿Qué venden en la oreja y que compran los que compran?.

Los psicoanalistas saben mejor que nadie que con la oreja sola no se va muy lejos. Puede ser un dulce para el comienzo pero si se insiste en su oferta sin ofrecer algo mas junto a ella, las cosas no tardan en complicarse. ¿Por qué? Bueno, porque la oreja que se compra se paga hablando, sino que existencia tiene?! Hablar no es sin consecuencias y al cabo de un tiempo sus efectos comienzan a hacerse sentir. Las palabras se ofrecen como masa a un cincel, que cobra sus impuestos de no presentarse a tiempo.

Vendemos la oreja. Eso es fatalmente cierto, pero aunque parezca raro no es eso lo único importante. La oreja es el simple transistor de la cosa. La verdadera materia prima es el propio inconciente. Es desde allí que se escucha y se habla, o ninguna de las dos cosas. Las palabras son protagonistas, pronunciadas o no, son ellas el cincel capaz de hundirse en la masa.

Por eso cuando vaya a comprar una oreja, fíjese si además el buen señor tiene palabras, de esas que solo brotan despues de una atenta escucha.


domingo, 10 de agosto de 2008

Relato del día de Soledad

Un cuento triste

Trabajar en un loquero puede ser verdad para un analista. Hay palabras más complacientes: neuropsiquiátrico, hospital de crónicos, manicomio incluso. Lo cierto es que las cosas que pueden suceder allí tienen la magnitud de sus paredes. Y el efecto de ellas en quienes las habitan guarda similitud con ello.

Un fin de semana largo es un oasis para privilegiados que vuelven luego de él con aire renovado en sus oídos. Aún más renovado que otros, pues el analista de hoy es joven y entusiasta. No se ha curado del furor curandi. Cree firmemente que su escucha puede cambiar las cosas. Apuesta hasta lo que no tiene para demostrárselo a él mismo y a los viejos cansados que dan por perdidas algunas luchas que podrían sostenerse aunque más no fuera, por el qué dirán.

Luego de atravesar un pabellón -el mejorcito de todos- accede al clásico jardín de película. Frondosos árboles visten finos senderos circundados por grandes extensiones de césped pobladas con bancos de plaza, que en este caso no lo son. Todo ese escenario no está vacío. No sería de película si no tuviera a las desastradas mujeres circulantes y medio desorbitadas que siguen a los transeúntes de aspecto más normal, pidiendo aunque sea una muestra del mundo de los cuerdos. Un cigarrillo, una moneda. Algunas, a costo de alaridos ensordecedores plagados de palabras vacías, canciones, o brutales insultos. Aunque sólo en algunos casos y exclusivamente para caras nuevas.
Una vez atravesado el jardín, un nuevo pabellón es contorno. Escaleras interceptadas por rejas y vigilantes van dando paso a este Maxwell Smart de la psicología. Llega por fin al consultorio. Que no es su consultorio. Faltarían miles de años para poder tener el suyo. Por ahora solía encontrarse allí con otros pocos entusiastas como él. Algunos del palo de la psiquiatría más o menos abierta a las cuestiones de la escucha y alguna que otra asistente social, tan requerida en todos los rincones del hospicio.
Con luz natural, en el pequeño recinto y mientras revolvía la pila de historias clínicas, le pregunta a uno de sus compañeros: dónde está la historia de Soledad. Con una sonrisa que hubiera sido causa suficiente para una trompada de haber podido reaccionar, éste le responde: pasó a mejor vida. Dale, no hagas chistes, donde ésta. El desubicado palmó en silencio y la colega que oficiaba de maestra gracias a sus canas y sus buenas intenciones con este novato, desfiguró su rostro con un gesto que de tan duro y doloroso hizo que el aire se aplomara, anunciando una noticia que jamás podría ser alentadora. Y fue ahí que el primer garrotazo de su carrera caería sobre su cabeza como una de las primeras peores noticias que recibiría en su vida. Soledad se ahorcó. Todo aquel aplomo se atornilló a sus rodillas. Rígido, cayó sentado con una sensación que de tan fuerte perdía realidad. Pedía a gritos sordos que no fuera verdad. No puede ser verdad. La muerte no puede ser, pero es.
Aquel fin de semana oasis, Soledad había decidido hacer crudo honor a su nombre. Un pacto. De los más macabros que la mente humana consigue elucubrar. Una a una irían abandonando el mundo en soledad, pero Soledad fue la primera y no tendría garantía de sus seguidoras. No le importaba. Su vida había sido tan dura que sus veinte años le quedaban chicos. En la eternidad, al menos no existían los manicomios, los proxenetas, las prostitutas, los huérfanos, el hambre, las drogas.

El día estaba tan radiante que el analista tardaría muchos años en comprender por qué alguien puede renunciar a esa luz. No por pérdida, sino por un desinterés tan absoluto que el deseo de morir es el mejor decorado.
Todas las vidas llegan a su final en algún momento. Es probable que la sabiduría este en reconocer ese momento. No para cambiarlo, sino para aceptarlo.

viernes, 8 de agosto de 2008

Las zapatillas del analista

Los fenómenos enloquecedores no solo suceden entre analista y paciente. Poco y nada se habla de las relaciones entre pacientes. De un mismo analista, claro está. De otro modo qué sentido tendría. Se nos abriría el mundo entero al texto. Sería demasiado para este propósito.
La fantasía de ser el único paciente es tan frecuente como imposible. El pobre analista tendría que alternar los horarios de este pobre paciente también, con la recolección de cartones o las changas como plomero en su edificio. Qué gran paradoja sería que quien destape los caños de la casa sea el mismo de quien se espera la posibilidad del gran destape. Al menos por ahora nadie me ha reportado una historia tal.

El fugaz pero contundente encuentro entre pacientes sucede en las resquicios del análisis. En esos breves momentos en los que la cosa analítica parece suspenderse. En la sala de espera, en el topetazo cuando el analista abre la puerta y se encuentra con que el siguiente y entusiasta paciente ya está allí, en la puerta de entrada, cuando quien baja ya tiene vista esa cara que siempre está ahí agazapada, esperando. Y no mucho más. Pisada la vereda, ya son dos personas comunes y corrientes. Bueno, dejando por fuera la situación de que dos amigas sean pacientes del mismo analista por recomendación de una de ellas y directamente entablen cenas en su nombre, especialmente dedicadas a reír a carcajadas de todas las impurezas del pobre diablo. Ese es otro cantar.

El análisis es el mundo de las fantasías y de ellas no está exento todo lo que anda alrededor. Los instantes en los que se cruzan los pacientes son suficientes para construir grandes y coloridos globos aerostáticos.
Si el paciente es relativamente nuevo y se cruza con otros puede entender que algo bueno debe hacer para que todas estas personas circulantes quieran verlo al menos una vez a la semana. Funciona como un alentador de confianza, una invitación a la transferencia. Aunque sólo dura un tiempo. Si el tratamiento prospera, esos mismos otros se convierten ser peligrosos enemigos, duros competidores o filosos aliados de ironía y cinismo.

En cuanto el turno del paciente anterior extiende sus minutos por encima de los que corresponden al siguiente sufriente, cosas por el estilo pueden emanar. Esta no paraba de hablar, por qué no se mide un poco, no sabe que estoy acá esperando?. A mi analista le debe interesar más lo que dice él, por eso pasa más tiempo con ese paciente que conmigo. Este paciente le debe pagar más, por eso le dedica más tiempo a él. Las cosas que le pasan deben ser más graves que las mías, claro yo vengo por cuatro boludeces, a quién le puede importar.
Tanta conexión con esos desconocidos, que no verlos hasta podría generar un vacío tal, que en alguna oportunidad podría cambiar el tenor de los pensamientos. Upa! Mirá este muchacho, nunca lo había visto, no está nada mal. Además si viene a mi analista debe ser un tipo interesante, como yo. Lástima que ya se fue y yo tengo que entrar. No da preguntarle a mi analista por él. Aunque pensándolo bien, quién mejor que él para obrar de celestino. Conoce cada desliz, cada imperfección, cada temor y cada virtud. Podría hacer andar el engranaje con solo diseñar un plan de acción. Sería cuestión de proponérselo y mata dos pájaros de un tiro.

La sala de espera puede ser origen de grandes pasiones, aunque no todas del mismo estilo. Algunos analistas que cuentan con ella, cuentan también las catástrofes que ésta puede albergar. Las miradas furtivas pueden ser más oscuras de lo que aparentan, sobre todo dependiendo de quién elijan para posar sus garras.
Se miran con recelo imaginando quién puede estar peor. Quién es más gorda o más flaca, cuan cumplidor pueden ser con su analista. Se miran, se radiografían. Hasta que un día deciden hablar. El ocaso del analista está más cerca de lo que nunca había estado. Vos te atendés con fulana también, no? Si. Hace mucho? Bueno, hace algunos años, bastante bien, estoy algo mejor. Si, yo también. Viniste el martes pasado? Si. ¡Viste las zapatillas que se puso! Ambas se fundieron en una risa ensordecedora que sellaría el tema de cada nuevo encuentro fugaz. Con un tono que se iría incrementando proporcionalmente al ocaso paulatino, lento y doloroso de ese analista que de ser el gran destapador, termina por ser un pobre tipo abandonado. Bueno, hasta que sale del consultorio.