miércoles, 25 de junio de 2008

El gato del analista

Episodios de la clínica psicoanalítica

El paciente se dejaba llevar por la ola de palabras que desbordaban su inconsciente. Tanto que el indeseado e indiscreto gato, parado al costado del diván, pasaba inadvertido.

Había una historia con este gato. El analista, como también es un ser humano, invita a su recinto a un partenaire cuadrúpedo para que lo acompañe en sus solitarios quehaceres. Sabe que no será de agrado para todos sus pacientes. Especialmente considerando su agilidad para treparse a las barrigas de ellos, tendidos en el diván tratando de descular sus traumas más temidos.

Este paciente fue sorprendentemente claro en su respuesta. No solía serlo. Al menos el gato ayudó en algo. Quién lo hubiera pensado. Dijo que el gato no le molestaría, siempre y cuando anduviera por ahí, y no por aquí. Si se sube no me gusta. De acuerdo. La mascota sería llamada a la discreción de la cocina cada vez que la visita de este paciente tocara.
Algunas veces compartían, mirándose con recelo, el intervalo entre pacientes. El gato yaciendo en el diván, dueño de una mirada provocadora, lo contemplaba cual diciendo “tendrás que pasar por mi cadáver para obtener este lugar”. Por fin volvía el gatuno analista y ocultaba tras la puerta la desfachatez del gato para poder comenzar la sesión.

Siempre. Hasta que un día, el gato escapó. Abrió la puerta de la cocina y fue directo a su objetivo: el diván. Algo lo detuvo. En la escena eran tres. El paciente sobre el diván, el analista detrás y el gato. Inmóviles los tres.

A decir verdad, podría haber permanecido allí una eternidad. El paciente flotaba en sus palabras, tanto que el analista podría haberse ido. Siempre y cuando supiera volver en el momento exacto a decir las palabras justas. Sin embargo, el analista es un ser humano. No pudo escapar a la inquietud que le producía su intrépida mascota, a punto de lanzarse sobre su paciente. Invirtió el orden de lanzamientos y decidió ser él quien se lanzaba como quien apuesta a la pesca sin caña, ni carnada. Apuntó con su cuerpo y se lanzó tras él. El felino, más rápido y astuto, se escondió y desafió con redoblada indiscreción. El paciente sobre el diván, el gato debajo de él y el analista en el piso, tratando de manotear al gato. Atrapado en su propia trampa, el analista pide tregua de la escena analítica. El paciente se baja del diván. El señor trata de ayudar en la cacería felina. El dueño del gato lo alcanza. Lo odia pero su reto se parece más a un halago por su picardía. Lo guarda mejor. Vuelve. Vuelven paciente y analista hasta que termina la sesión.

viernes, 6 de junio de 2008

El psicoanalista se funda en un bochorno

Borges tenía un destino literario, lo supo desde muy joven. Se anudó a ello y aceptó que su vida correría por esos campos. El destino psicoanalítico, es decir, alguien que tarde o temprano terminará convirtiéndose en psicoanalista, también es inevitable.
Probablemente las condiciones no sean tan exquisitas. El psicoanalista suele tener un preludio, digamos, bochornoso. Nos arroja del mito popular de que tendríamos la vida resuelta y nos acerca a nuestra tan mentada locura.

La vida del psicoanalista no es fácil. O peor, no fue fácil. Tal vez convertirse en psicoanalista es lo mejor que pueda suceder. De hecho, el analista se la pasa pensando en los problemas de los demás y por fin olvida los propios. Es perfecto.

Triste no es lo mismo que bochornoso. El bochorno es grotesco. Revela la más triste ingenuidad.

Primer día de la colonia. Niños por todas partes. Iban y venían como hormigas. Las cosas casi nunca son como uno se las imagina. El micro naranja había sido un tormento. De pantaloncitos negros y remera amarillo intenso. Un taxi destinado a fracasar, muy bonito pero inhabitable.

La escena siguiente se rodaba en el vestuario. Éste le resultó una obscenidad obligada, a la que la pequeña no estaría dispuesta. No había compartimentos únicos y privados para cambiarse. Qué era eso de mostrar sus menudencias a todas esas locas desconocidas. Así que se encerró en el único cuartito que encontró. Solo ella y el inodoro. Nadie la vio entrar. Debía cambiarse sola por primera vez. Le llevó decenas de minutos encontrarle la vuelta a la mallita (no era como la de las otras nenas, más complicada y más escotada), y luego empaquetar todo ese pelo dentro de la gorra casi del mismo color. Habiendo guardado meticulosamente cada cosa en su bolsito, en mallita, con gorra y vergüenza encima, se atrevió a abrir la puerta. Esperaba que la esperaran, pero no se encontró con las mismas desconocidas. Estas eran otras, más desconocidas y encima más grandes. Casi no advertían su presencia. Sólo algunas la miraban como a un zapallo en una joyería. No lloró. Caminó con su mallita, no pidió ayuda, no se animaba. No entendía cómo había pasado de cenicienta a zapallo en un cuartito.

Llegó a la pileta. La boca del hormiguero. Niños y más niñas entraban y salían del agua con una soltura que tendría que pertenecer a cualquiera de su especie. La pileta era redonda. A su alrededor toallones de cada cual dispuestos como rayos de sol haciendo un circulo al agua, también desconocida. Esta pequeña cenicienta devenida zapallo nunca se había metido en una pileta. Ignoraba datos cruciales como la profundidad. A esa edad el piso es una certeza. En la bañadera el agua nunca podía sobrepasar su nariz, así que la pileta sería una gran bañadera a la que se ingresaba haciendo cola en una metálica escalera.

Desplegó prolijamente su toallón en un lugarcito que pudo encontrar. Miró a los otros niños, entendió que la escena siguiente se rodaba en el agua. Se enfiló detrás de otros pequeños que esperaban su lugar en la escalera. Levantaban uno y otro pie en señal de ansiedad y también para soportar el fresco fuera del agua. Ella hizo lo mismo.

Llegó su turno. Se había formado una larga cola detrás de ella, no había hablado con nadie y sus piecitos ya tocaban el agua, pero no el piso. Otro niño apresuraba la operación para obtener su turno. Ella entendió que tendría que soltar su mano de la escalera y supo en un instante el concepto de altura y profundidad del agua. Sus movimientos torpes no la llevaban a la superficie, su nariz ya estaba llena de agua y su boca ni que hablar. El borde de la pileta estaba lejos, la rigidez del zapallo no ayudaba al desplazamiento. Quiso llorar pero no era el momento. Otra niña flotaba como podía muy cerca de ella. No dudó. Hundió su mano en el hombro de la desconocida, ésta sí grito, la puteo hasta que el agua la tapo, para ese entonces nuestra pequeña alcanzó el borde. La otra volvió a flotar y la odió para toda la colonia. Pudo salir del agua, retornó a su toallón y comenzó a mirar todo desde afuera.
Permanecio allí muchos años.