jueves, 11 de diciembre de 2008

Dormido

La paciente hablaba sin cesar. Que su marido; que las compañeras de trabajo que no la acompañan como quisiera; que su jodida madre podría haber sido un poco más amorosa con ella; que su padre nunca se hizo cargo de nada; en fin. Es posible que hablara y hablara, y aún así no estuviera diciendo nada. El silencio del analista la incitaba a hablar más y más. Le daba la idea de ser escuchada con atención. Por momentos dudaba, pero seguía hablando. Recostada en el diván, había perdido hacía tiempo, la chance de escudriñar los gestos del pobre tipo que la escuchaba cada semana.
Embrollada en sus palabras, la sorprendió de pronto, un grosero ronquido. Se calló. Enmudeció. No se animó a darse vuelta. Sintió temor de encontrárselo mirándola como diciendo: ¿qué pasa?. Pensó que tal vez sería una intervención. Un modo extravagante de decirle estas hablando pavadas. Aceptó esa idea como la más convincente y sin darse vuelta se embarcó nuevamente en el palabrerío infernal. Esta vez puso énfasis en la calidad de su decir. Se animó a contar por primera vez aquel encuentro con un primo, donde las cosas habían traspasado ciertos límites de buenas costumbres. Es posible que la incertidumbre acerca de la escucha le diera agallas para descripciones lujosas en detalles. El analista permanecía callado. Ella hizo un silencio. Hizo de cuenta que el ronquido nunca había sucedido. Le dio pie para meter, al menos, un bocadillo, para que ofreciera alguna prueba de su presencia. Si era cierto que se había dormido, semejante historia tenía que haberlo despabilado.
Silencio en el diván, silencio por detrás. Continuó su relato pero se encontró titubeando. Se escuchaba hablar pero no decía más que incoherencias. En verdad su cabeza estaba ocupada pensando en lo sucedía detrás de ella. Qué pasaba en el reino del saber que en esta ocasión no producía ninguno.
Con disimulo miró el reloj. Descubrió que la hora en la que suelen despedirse había pasado hacía cinco minutos. Nada, él no le decía nada. Con grotesco disimulo, forzó el giro de sus pupilas más de lo que su cuello le permitía. Le pareció verlo arrumbado hacía atrás, como si estuviera observando el techo, dejándose llevar por sus oídos. Pero el silencio era abrumador. Se atrevió a incorporarse y lo descubrió. Estaba completamente dormido, tumbado en su sillón, con la boca entreabierta, respirando escandalosamente, sosteniendo sin aplomo el cuaderno donde guarda los mayores secretos de sus pacientes. La lapicera estaba en el piso.
No sintió indignación, más bien pena. Se dijo: pobre, debe estar trabajando mucho. Pensó en despertarlo pero ello tornaría la situación aún más bochornosa. Por ello y en honor al cariño que no podía evitar tenerle, decidió hacer el menor ruido posible y no interrumpir su descanso. Le dejó el dinero de la sesión sobre una mesita a su lado y se fue.
Cuando cerró la puerta, el analista abrió los ojos.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Y...

... esta maldita inspiración que no para de llevarme para otro lado.

Y bueh, está claro que el deseo no es decisión sino aceptación. Se trata de dejarse llevar por aquello que no puede ser otra cosa y dejar de tirar para el lado que no es.
Igual, sigo confiando en que volveré. Millones seguro que no seré, pero al menos unas líneas para el lado del psicoanálisis.

jueves, 23 de octubre de 2008

No es lo que piensan...

No es que no me guste, no es que esté cansada, no es que esté aburrida, no es que esté estresada, no es que ya no quiera, lo que pasa es que no puedo despegar mis dedos de este maldito teclado!!!!

Para quienes no las conocen, lo anterior es una humorada con un fantástico tema de las Blacanblues.

En fin, no es que haya abandonado mi blog, nada de eso. Es que no puedo estar más que invadida por otras escrituras que no vienen al caso de este espacio y una vez más caigo presa de mis propias ideas. Realmente no me agradan los blog que pierden el hilo. En fin, no les garantizo nada. No es uno quien lleva al hilo sino a la inversa, de modo que veré qué resulta.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Jornadas Anuales Mayéutica Escobar · Edipo de Freud a Lacan ·

En un sábado lluvioso, inusualmente frío para Septiembre, se llevaron a cabo las Jornadas anuales, corolario del Seminario Edipo de Freud a Lacan, que abordando temas diversos, todos los años tiene lugar en el Hospital Erill, de Escobar.

En un clima de permanente y desestructurado jolgorio, donde los narcisismos individuales dejaban paso al orgullo de venir sosteniendo un espacio tan interesante hace nada menos que once años, tuvimos la dicha de escuchar muchas voces. Fue por ello un encuentro de singular riqueza.

Luego de gratos agradecimientos, la primera mesa fue un espacio de historias. Contadas por sus analistas, atravesados por una o más preguntas que emanaban de los propios tropiezos con los que nos deleita la clínica. De un joven obsesivo a otro psicótico al que la mamita le compraba hasta los calzoncillos, pasando por un niño realmente comprometido en su desarrollo madurativo al que era necesario construirle un padre, hasta llegar a una mujer en carrera con los hombres.
Hacia el final de la mesa sucedió algo inesperado aunque no por ello, menos sensacional. La colega, que entusiasmada leía con énfasis su trabajo, dio vuelta la página y se encontró con la tan mentada hoja absolutamente en blanco. Con el grado de casualidad que conocemos los analistas, olvidó imprimir la ultima parte del trabajo. El olvido suscitó la genial aparición de su enunciación. Ante la obligada necesidad de contarnos el final del cuento enriqueció su decir con la luz de sus elucubraciones preparadas pero espontáneas.

Café con medialunas y encendidas charlas de pasillo, mediaron entre una mesa y otra. Quienes siguen las piezas de escritura que componen este espacio, saben que considero este momento como el más fecundo de los encuentros. Este caso no fue la excepción.

La segunda mesa versó más sobre la teoría, aunque también tuvo algo de la historia, muchas veces necesaria para dar cuerpo a los conceptos.
La siesta impuesta a una niña y su recurso a la fantasía para soportar tamaña imposición abrió el marcador. Para no abandonar el tema de los niños, pero desde una mirada más abarcativa, el segundo trabajo abordó las cuestiones capitalistas y las condiciones de la enseñanza de hoy. Luego de ello, siguiendo en la línea de los niños, pero desde otra perspectiva, un debate acerca del valor de un embarazo en una adolescente. Largo pero interesante rato se debatió acerca de su posible conceptualización como acto, acting, actuación o simple acción. Por suerte, sin elementos para concluir, sirvió de motor para rápidas pero precisas colaboraciones sobre la diferenciación entre ellos.

Para finalizar la parte formal del encuentro el presidente de Mayéutica tenía la palabra. Todas ellas versaron sobre una de sus primeras frases: la transferencia implica una lectura. Fue exactamente eso lo que fue tejiendo a medida que nos donaba sus palabras. Una lectura acerca de cada presentación, aprovechando la ocasión también, para aportar sus propias ocurrencias.
No está mal que un encuentro de estas características finalice en torno a la transferencia. Justamente porque es esa la red que sostiene todo el encuentro, y más aún, lo que posibilitó la mejor parte: el almuerzo posterior a la vera del río. En medio de copas y deliciosos platos la conversación se permitió volar a cuestiones tan lejanas al psicoanálisis como cercanas a la vida de cada uno de los que estuvimos allí.

sábado, 30 de agosto de 2008

Una oreja en oferta

Un simple borrador

Los psicoanalistas tenemos fama de ser vendedores de orejas. De los mas viles comerciantes inescrupulosos, capaces de vender el mismo objeto a una docena de personas en el mismo día. Siempre airosos de encontrar ávidos compradores, que regresan una y otra vez a solicitar el mismo bien.

Como toda fama siempre es dudosa y si no lo es mejor convertirla en ello. ¿Qué venden en la oreja y que compran los que compran?.

Los psicoanalistas saben mejor que nadie que con la oreja sola no se va muy lejos. Puede ser un dulce para el comienzo pero si se insiste en su oferta sin ofrecer algo mas junto a ella, las cosas no tardan en complicarse. ¿Por qué? Bueno, porque la oreja que se compra se paga hablando, sino que existencia tiene?! Hablar no es sin consecuencias y al cabo de un tiempo sus efectos comienzan a hacerse sentir. Las palabras se ofrecen como masa a un cincel, que cobra sus impuestos de no presentarse a tiempo.

Vendemos la oreja. Eso es fatalmente cierto, pero aunque parezca raro no es eso lo único importante. La oreja es el simple transistor de la cosa. La verdadera materia prima es el propio inconciente. Es desde allí que se escucha y se habla, o ninguna de las dos cosas. Las palabras son protagonistas, pronunciadas o no, son ellas el cincel capaz de hundirse en la masa.

Por eso cuando vaya a comprar una oreja, fíjese si además el buen señor tiene palabras, de esas que solo brotan despues de una atenta escucha.


domingo, 10 de agosto de 2008

Relato del día de Soledad

Un cuento triste

Trabajar en un loquero puede ser verdad para un analista. Hay palabras más complacientes: neuropsiquiátrico, hospital de crónicos, manicomio incluso. Lo cierto es que las cosas que pueden suceder allí tienen la magnitud de sus paredes. Y el efecto de ellas en quienes las habitan guarda similitud con ello.

Un fin de semana largo es un oasis para privilegiados que vuelven luego de él con aire renovado en sus oídos. Aún más renovado que otros, pues el analista de hoy es joven y entusiasta. No se ha curado del furor curandi. Cree firmemente que su escucha puede cambiar las cosas. Apuesta hasta lo que no tiene para demostrárselo a él mismo y a los viejos cansados que dan por perdidas algunas luchas que podrían sostenerse aunque más no fuera, por el qué dirán.

Luego de atravesar un pabellón -el mejorcito de todos- accede al clásico jardín de película. Frondosos árboles visten finos senderos circundados por grandes extensiones de césped pobladas con bancos de plaza, que en este caso no lo son. Todo ese escenario no está vacío. No sería de película si no tuviera a las desastradas mujeres circulantes y medio desorbitadas que siguen a los transeúntes de aspecto más normal, pidiendo aunque sea una muestra del mundo de los cuerdos. Un cigarrillo, una moneda. Algunas, a costo de alaridos ensordecedores plagados de palabras vacías, canciones, o brutales insultos. Aunque sólo en algunos casos y exclusivamente para caras nuevas.
Una vez atravesado el jardín, un nuevo pabellón es contorno. Escaleras interceptadas por rejas y vigilantes van dando paso a este Maxwell Smart de la psicología. Llega por fin al consultorio. Que no es su consultorio. Faltarían miles de años para poder tener el suyo. Por ahora solía encontrarse allí con otros pocos entusiastas como él. Algunos del palo de la psiquiatría más o menos abierta a las cuestiones de la escucha y alguna que otra asistente social, tan requerida en todos los rincones del hospicio.
Con luz natural, en el pequeño recinto y mientras revolvía la pila de historias clínicas, le pregunta a uno de sus compañeros: dónde está la historia de Soledad. Con una sonrisa que hubiera sido causa suficiente para una trompada de haber podido reaccionar, éste le responde: pasó a mejor vida. Dale, no hagas chistes, donde ésta. El desubicado palmó en silencio y la colega que oficiaba de maestra gracias a sus canas y sus buenas intenciones con este novato, desfiguró su rostro con un gesto que de tan duro y doloroso hizo que el aire se aplomara, anunciando una noticia que jamás podría ser alentadora. Y fue ahí que el primer garrotazo de su carrera caería sobre su cabeza como una de las primeras peores noticias que recibiría en su vida. Soledad se ahorcó. Todo aquel aplomo se atornilló a sus rodillas. Rígido, cayó sentado con una sensación que de tan fuerte perdía realidad. Pedía a gritos sordos que no fuera verdad. No puede ser verdad. La muerte no puede ser, pero es.
Aquel fin de semana oasis, Soledad había decidido hacer crudo honor a su nombre. Un pacto. De los más macabros que la mente humana consigue elucubrar. Una a una irían abandonando el mundo en soledad, pero Soledad fue la primera y no tendría garantía de sus seguidoras. No le importaba. Su vida había sido tan dura que sus veinte años le quedaban chicos. En la eternidad, al menos no existían los manicomios, los proxenetas, las prostitutas, los huérfanos, el hambre, las drogas.

El día estaba tan radiante que el analista tardaría muchos años en comprender por qué alguien puede renunciar a esa luz. No por pérdida, sino por un desinterés tan absoluto que el deseo de morir es el mejor decorado.
Todas las vidas llegan a su final en algún momento. Es probable que la sabiduría este en reconocer ese momento. No para cambiarlo, sino para aceptarlo.

viernes, 8 de agosto de 2008

Las zapatillas del analista

Los fenómenos enloquecedores no solo suceden entre analista y paciente. Poco y nada se habla de las relaciones entre pacientes. De un mismo analista, claro está. De otro modo qué sentido tendría. Se nos abriría el mundo entero al texto. Sería demasiado para este propósito.
La fantasía de ser el único paciente es tan frecuente como imposible. El pobre analista tendría que alternar los horarios de este pobre paciente también, con la recolección de cartones o las changas como plomero en su edificio. Qué gran paradoja sería que quien destape los caños de la casa sea el mismo de quien se espera la posibilidad del gran destape. Al menos por ahora nadie me ha reportado una historia tal.

El fugaz pero contundente encuentro entre pacientes sucede en las resquicios del análisis. En esos breves momentos en los que la cosa analítica parece suspenderse. En la sala de espera, en el topetazo cuando el analista abre la puerta y se encuentra con que el siguiente y entusiasta paciente ya está allí, en la puerta de entrada, cuando quien baja ya tiene vista esa cara que siempre está ahí agazapada, esperando. Y no mucho más. Pisada la vereda, ya son dos personas comunes y corrientes. Bueno, dejando por fuera la situación de que dos amigas sean pacientes del mismo analista por recomendación de una de ellas y directamente entablen cenas en su nombre, especialmente dedicadas a reír a carcajadas de todas las impurezas del pobre diablo. Ese es otro cantar.

El análisis es el mundo de las fantasías y de ellas no está exento todo lo que anda alrededor. Los instantes en los que se cruzan los pacientes son suficientes para construir grandes y coloridos globos aerostáticos.
Si el paciente es relativamente nuevo y se cruza con otros puede entender que algo bueno debe hacer para que todas estas personas circulantes quieran verlo al menos una vez a la semana. Funciona como un alentador de confianza, una invitación a la transferencia. Aunque sólo dura un tiempo. Si el tratamiento prospera, esos mismos otros se convierten ser peligrosos enemigos, duros competidores o filosos aliados de ironía y cinismo.

En cuanto el turno del paciente anterior extiende sus minutos por encima de los que corresponden al siguiente sufriente, cosas por el estilo pueden emanar. Esta no paraba de hablar, por qué no se mide un poco, no sabe que estoy acá esperando?. A mi analista le debe interesar más lo que dice él, por eso pasa más tiempo con ese paciente que conmigo. Este paciente le debe pagar más, por eso le dedica más tiempo a él. Las cosas que le pasan deben ser más graves que las mías, claro yo vengo por cuatro boludeces, a quién le puede importar.
Tanta conexión con esos desconocidos, que no verlos hasta podría generar un vacío tal, que en alguna oportunidad podría cambiar el tenor de los pensamientos. Upa! Mirá este muchacho, nunca lo había visto, no está nada mal. Además si viene a mi analista debe ser un tipo interesante, como yo. Lástima que ya se fue y yo tengo que entrar. No da preguntarle a mi analista por él. Aunque pensándolo bien, quién mejor que él para obrar de celestino. Conoce cada desliz, cada imperfección, cada temor y cada virtud. Podría hacer andar el engranaje con solo diseñar un plan de acción. Sería cuestión de proponérselo y mata dos pájaros de un tiro.

La sala de espera puede ser origen de grandes pasiones, aunque no todas del mismo estilo. Algunos analistas que cuentan con ella, cuentan también las catástrofes que ésta puede albergar. Las miradas furtivas pueden ser más oscuras de lo que aparentan, sobre todo dependiendo de quién elijan para posar sus garras.
Se miran con recelo imaginando quién puede estar peor. Quién es más gorda o más flaca, cuan cumplidor pueden ser con su analista. Se miran, se radiografían. Hasta que un día deciden hablar. El ocaso del analista está más cerca de lo que nunca había estado. Vos te atendés con fulana también, no? Si. Hace mucho? Bueno, hace algunos años, bastante bien, estoy algo mejor. Si, yo también. Viniste el martes pasado? Si. ¡Viste las zapatillas que se puso! Ambas se fundieron en una risa ensordecedora que sellaría el tema de cada nuevo encuentro fugaz. Con un tono que se iría incrementando proporcionalmente al ocaso paulatino, lento y doloroso de ese analista que de ser el gran destapador, termina por ser un pobre tipo abandonado. Bueno, hasta que sale del consultorio.

domingo, 27 de julio de 2008

Alberto Laiseca estuvo en Escobar

La presencia de un escritor es tema del mundo del psicoanalista. Ciertamente sí. Al menos para este analista.

En un encuentro organizado entorno al Café, Laiseca barajaba sus palabras con cerveza. Para él, no es venganza sino ironía y humor como única defensa posible.
Al menos cuatro vasos fueron necesarios, incluyendo el derramado, mientras el sabio de gran bigote intentaba responder a sus interlocutores. De pronto y preso del susto que le causó el responsable de aquel sonido, desparramó el frío dorado sobre el mantel. Disculpándose con gran respeto.

Cautivó a la audiencia con un crudo decir sobre su historia, sobre sus comienzos como escritor y su falta de talento por aquel entonces. Que el lujo del encuentro no hizo más que abandonar en viejos tiempos.

Un libro puede cambiar a un hombre. A sus 20 años “El manantial”, de Aynd Rand cambió su vida. No tiemblan sus palabras y mucho menos al asegurar lo que supo en aquel entonces: literatura o nada.

Sin tapujos habló de su padre, que a pesar del daño que le causó tuvo la virtud de transmitirle el interés por la lectura. De allí y seguramente de otras experiencias ofrece su mirada crítica sobre los maestros.
El maestro aparece sólo cuando el alumno está preparado. Pero advierte: el que da también quita. Y con la misma convicción asegura que son asesinos seriales de sus protegidos. Aunque sin duda, vale la pena correr el riesgo. Yo agrego, habrá que saber abandonarlos a tiempo. Como a los padres.

Laiseca detenía el aire con sus palabras firmes, de un tono gauchesco por momentos, que nunca dejó de acompañar con una mirada sincera pero sufrida que se posaba en los ojos atentos del interlocutor que pudiera sostener semejante firmeza.

Respondió y agradeció el intercambio con quienes lo escuchábamos. Posible no sólo por el interés de quienes nos llegamos a la biblioteca, sino por su simpleza y magnífica ironía que sabía dar cuenta de lo que no le agradaba pero al mismo tiempo habilitaba a la próxima jugada.

A pedido del público no se arriesgó privarnos del placer de seguir escuchándolo en una de sus grandes virtudes. Contar cuentos. Parecía haber recordado al azar un relato que marcaría no sólo el final del encuentro.

Una madre desesperada por su hijo, en un mano a mano con la muerte; alcanzó los rincones más heridos de esta humilde comentarista desprevenida.

viernes, 18 de julio de 2008

Dos pacientes, una puerta y un analista transpirando

Bueno, es largo, si. Pero siento que vale la pena. Los invito…

Comenzar siempre es difícil. El propio agitar del deseo en movimiento suele ser un condimento caluroso para algunas situaciones. Aunque valen la pena. Comenzar siempre vale la pena.

Hasta que el fracaso se pone definitivamente en juego, el furor curandi de los comienzos conserva vitalidad. La agonía lleva su tiempo.

Nuestro joven analista estaba embriagado de entusiasmo. Tanto era así que una remota posibilidad laboral a más de treinta kilómetros de su casa, le pareció una gran oportunidad. Los analistas no atienden en los bares, así que necesitaba conseguir un consultorio en aquella zona lejana.
En un edificio de más años de lo que se considera nuevo, un departamento haría las veces de recinto analítico. Era modesto, pero lograba tener algo acogedor, que pronto sería mucho más que eso. De esos lugares en los que uno gustaría quedarse. Pero no tanto.

Lo alquilaba, pero no directamente a su dueño, sino a otros colegas que también atendían allí en otras coordenadas de tiempo. La relación de propiedad al lugar, en esos casos, es precaria. Pero en fin, es lo que hay.

Dispuesto el lugar y creada la oferta, llegó el trabajo remoto, que se convirtió en real con la llegada de la primera paciente.

La sesión transcurre dentro de las habitualidades a las que estaba acostumbrado. Se establece una atmósfera de quejas acogidas, más o menos agradable, que inaugura la chance de un próximo encuentro. Mientras sincronizaban agendas, suena el timbre. Se interrumpe el clima. Es la paciente siguiente. Tendrá que esperarlo en el zaguán, pues no hay portero eléctrico que valga. Las inseguridades frecuentes habían propiciado su abolición. Sólo alguien de carne y hueso podía operar la cerradura. Vuelve al recinto. Luego de ofrecer varias alternativas, encuentran un horario posible para ambos. Comienza la despedida. Vuelve a sonar el timbre, esta vez es el de arriba. Se ve que algún vecino confiado dejó pasar a la desconocida.
Atraviesan juntos el largo pasillo, que por sus paredes amarillas parece más alto y más extenso. Conduce inexorablemente hacia el pequeño hall también amarillo, habitado por una silla destinada a la espera y la puerta de madera.
El analista saluda con un beso a su flamante paciente, al tiempo que toma el picaporte, presionándolo hacia abajo. Se prepara para el topetazo de pacientes. Prontas a movimientos encontrados, una a cada lado de la puerta. Son esos cruces en los que, los pacientes se miran con recelo. Aunque en éste, la relación era demasiado nueva como para los celos. En estas ocasiones el cruce sirve más bien para detectar signos de eficacia terapéutica, captados en el aire, en una mirada, en el perfume, la forma de vestir; cualquier cosa puede ser un indicio de salud o locura irreversible que hacen dudar de la reputación del licenciado.
Sin embargo, nadie estaba preparado para que ese momento llegara después de una multiplicación infinita de segundos.
Los breves instantes que suele durar esa situación se replicarían cientos de veces como para formar unas dos horas, luego de la cual recién se produciría el topetazo.

La puerta no abre. No hay caso, no abre. Las pacientes pondrían a prueba como nunca su condición. Esperarían con paciencia que el novel pero entusiasta analista también pusiera a prueba su habilidad de apertura, en una oportunidad que de tan concreta, angustiaba.
Era un nuevo comienzo, del que sólo anisaba su final. Comenzó por desplegar todas las alternativas de la cerrajeria moderna que a la cabeza le fueron accediendo. Estas tenían la intensidad de la temperatura que su cuerpo iba adquiriendo. Pleno verano. Las gotas de transpiración comenzaban a humedecer parte de su cabello. Intentó girar la llave de mil modos. El movimiento iba siempre de la suavidad a la violencia, y luego volvía a una nueva suavidad simulada, que cada vez le salía peor. Percibió la mirada atemorizada de la paciente, que hacía intentes se iba relajada, habiendo encontrado un espacio de serenidad, y pensó que debía calmarse, aunque fuera un poco. No había manera de frenar las gotas que delataban la adrenalina hirviendo en sus venas.
Comenzó a aceptar que la escena duraría mucho mas de lo esperado. Y pudo pensar más claramente. Se le ocurrió que la cerradura podría funcionar desde el lado de afuera. Contaba con la entusiasta desconocida que a pesar de la circunstancia había decidido permanecer allí. Así que requirió su ayuda. Su voz atravesaría la puerta en forma de instrucciones. Dicen que el psicoanálisis en lo último que consiste es en decirle al paciente qué debe hacer. En este caso, se sintió autorizado a tomar una breve licencia de tales mandatos y rogar no ser juzgado por los más altos exponentes psicoanalíticos. Después de todo ni la justicia penaliza a los presos que intentan escaparse. Él contaba con mejores condiciones. Bien. Le pasaría la llave por debajo de la puerta para que la amable mujer la abriera de una vez! Agachado. Las gotas mojaban el piso del parquet antiguamente plastificado. Mientras trataba de introducir la llave por debajo de la puerta, pensaba. Le estaba entregando la única llave que tenía a una perfecta desconocida, de la que sólo podía tener una certeza. Había ido a visitarlo, sin duda su psiquis estaba comprometida. Pero no podía saber en qué grado. Se le ocurrió que las cosas podían empeorar si esta mujer tomaba la llave y se iba, por ejemplo. Él mismo habría propiciado quedar en manos de una loca desconocida.
Por suerte o por desgracia la llave no lograba atravesar el mínimo espacio que separaba la puerta del piso. A quien se le ocurre tanta precisión en las medidas!
Sentadas a cada lado de la puerta, las pacientes esperaban sin mucho que hacer. Nadie estaba tan nervioso como él. Cada tanto, cuado algo del fragor de su hacer se detenía para desempañar sus lentes transpirados, la que estaba adentro, se animaban a hacer alguna sugerencia. Llamar a un cerrajero, por ejemplo. La idea era excelente, pero era la hora de la siesta. En esos lugares hay que respetar esas cosas. La mayoría de la gente lo hace. No por gusto, es que de tener estos percances, no queda otra que esperar la hora de despertar del cerrajero, o del portero. Si habían pensado en él, sepan que también estaba durmiendo.

Agotadas casi todas las instancias, comenzaron los modos más brutales. La transpiración era una lluvia que hacía gozar a su camisa de varios manchones más oscuros, que según los movimientos se adherían al cuerpo del joven desesperado. Así que los intentos subieron de tono. Se aferraba al picaporte y tironeaba en ambos sentidos como para aflojar la puerta. Para que abriera de una buena vez!
En medio de una verdadera riña con esa puerta, desatada por una claustrofobia descompensada, que ya no podía disimular, un último recurso acudió a su conciencia. Una última oportunidad para no pasar la noche con la paciente.
Llamar a los bomberos, que por suerte duermen pero se levantan, para que administraran los medios del rescate por la ventana del piso doce.
Bueno, lo pensó mejor y había otra alternativa antes. Llamar a quienes eran más dueños que él y tenían otra llave. Era cuestión de llamarlas y pedirles auxilio. Ojala estuvieran cerca. El calor le quemaba las naves, pocas cosas podía pensar con claridad, mucho menos una serie numérica poco frecuentada. ¡Dónde estaban los números!. Y la paciente de afuera que seguía esperando ser atendida. Increíble determinación al análisis. Eso jugaría a su favor a la hora de determinar su diagnostico, pero el analista no podía pensar en eso ahora. Tenía que abrir esa puerta. Del otro lado había una posible delirante insidiosa que en lugar de abrir la puerta podría irse con la llave, o peor, aún cerrarla más. Evidentemente la temperatura determina la condición de las cosas.
Fueron necesarios varios llamados. Una de las colegas no podía ir. No podía! Le pide que llame a otra, se sorprende de la bochornosa situación, pero se desentiende, como si esa cerradura no fuera también un poco suya.
Ultimo llamado, ultima persona, ultima oportunidad. Después, sólo quedaban los bomberos. Atiende, eso en esta profesión ya es una gran cosa. Y no sólo eso, puede llegar! Que suerte! No esta cerca, pero llegará. Al menos podrá pasar la noche con su esposa. Después de atender la paciente de afuera, claro. Que seguía ahí. La otra también, a dónde iba a ir.

La colega llegó. Por fin. El ruido de la llave ingresando en la cerradura desde afuera precipitó nuevamente las palpitaciones del muchacho que durante el rato de la espera se habían apaciguando un poco. Se incorporó de repente. Fue como el antídoto a un veneno que terminaría por matarlo.
De golpe, la puerta se abrió!
Una puerta que no quiere abrirse y sólo admite ser atravesada por las voces, crea la fantasía de un espacio desconocido. Aún cuando se trata del pasillo tantas veces recorrido. El no poder acceder al él, le da el encanto que sólo la fantasía puede ofrecer. Había una magia en la tragedia. La imagen que deja ver la puerta abierta atropelló el hechizo y acabó con todo.

Por fin, despidió a una paciente y recibió a la siguiente. Hundido en sudor. Pero tanta espera no aceptaría excusas. Lo que pudo decirle no sé, pero si sé que la escuchó y que la paciente volvió.

viernes, 11 de julio de 2008

No hay nada peor que no poder escribir.

No parece pero el pen drive, alias pepucho, puede ser crucial. Que bronca haberlo olvidado justo en el momento en que la inspiración era invitada y se disponía a terminar un artículo de grandes elucubraciones teóricas; que tan mezquina presencia habían tenido en los últimos meses.

Después de una sabrosa sesión con el analista, algunos nudos se desatan. No es que suceda en todas, sólo en algunas que gozan de venturosa fortuna. Sale del consultorio con algunas frases que retumban en su cabeza como aquellas pelotas saltarinas de los ochenta. Con poco espacio, eso sí. Piensa en su destino. No con el sentido espiritual del término, pues no cree en ello, sino como resultado de sus meticulosas y precavidas acciones. Que terminan por ofrecerse como obstáculos a un destino deseado, pero también postergado. Es ahí donde siente fervorosos deseos de retomar aquel escrito que tanto le esta costando terminar.

Vuelve al consultorio. Mientras atiende dos o tres pacientes, planea el gran momento. Preparará un te, que no estará ni muy frío, ni muy caliente. El vapor con aroma a frutillas será cuidadosamente acompañado de una madalena que guarda celosamente para ocasiones espacialísimas. Sin duda será una de ellas. Las musas están por llegar.
Una paciente anuncia su ausencia y aporta cuarenta y cinco minutos al inminente gran momento.

La sesión del paciente que daría inicio a la hora de las musas, ha llegado a su fin. Un señor particular que luego de hablar y hablar dice: lo que pasa que hay cosas que yo no quiero ver!. Repite su frase, le pide sus anteojeras y lo despide hasta la próxima semana. El hombre acepta y se va. Guarda lo que era de éste, que nunca más usará; y por fin, el gran momento ha llegado.

Saquito de te en mano, se dirige a la cocina, calienta el agua con la temperatura justa. Mientras observa la formación paulatina de las pequeñas burbujas, piensa en aquellos ribetes geniales que por fin dará a su texto. Y que de una vez, pondrán punto final al trabajo de meses.

El té se calentó demasiado, pero no importa, puede soportarlo. Lo dispone al reposo, mientras enciende su pequeña computadora, especialmente adquirida para estos sutiles momentos de escritura. Como un cazador de grandes momentos. Coloca su añeja madalena junto al humeante de frutilla. Todo está listo. Sólo falta ese pequeño pero gran adminículo que guarda sus letrados tesoros. A decir verdad, lo busca aunque sabe que no lo tiene. Recuerda que la ultima vez que lo vio estaba prendido cual sanguijuela a su pc oficial. Esas que no se mueven y aún se jactan de ser las verdaderas. Sabe que no lo puso, pero lo busca y no sólo eso, se desespera. Apura sus movimientos de un bolso al otro. Pasa por los bolsillos más recónditos, los fondos de los cajones (jamás lo pone ahí), el piso, la entretela del sillón, tal vez en el diván… ¡¿Dónde está el pepucho?! Vuelve al bolso y agita sus manos dentro como un perro que cava un hoyo. Su corazón está agitado y espera un milagro. ¡Que el pequeño aparezca y la ilusión del momento no se quiebre, por favor!
En fin, el bicho no está. No hay más remedio.

Era de esos días en los que sale de su casa muy temprano, para regresar solo cuando el cielo ha agotado sus matices. En la mañana, sus inhibitorias ataduras gozaban de un redoblado vigor. El problema es que este muchacho al que va, su analista, no ha desarrollado sus técnicas completamente y de acuerdo a las necesidades concretas del cliente. Si le desata el nudo de la escritura, también podría coparse y hacer aparecer los elementos precisos para llevarlo a cabo. Porque nuestro pobre héroe de la palabra salió con una cabeza de su casa y luego por la tarde se encontró con otra. Esta última paga los platos rotos de la adormecida mente matinal. ¡No es justo! Por eso, igual escribe. Escribe sobre lo que le falta: ¡el bendito pepucho!

miércoles, 25 de junio de 2008

El gato del analista

Episodios de la clínica psicoanalítica

El paciente se dejaba llevar por la ola de palabras que desbordaban su inconsciente. Tanto que el indeseado e indiscreto gato, parado al costado del diván, pasaba inadvertido.

Había una historia con este gato. El analista, como también es un ser humano, invita a su recinto a un partenaire cuadrúpedo para que lo acompañe en sus solitarios quehaceres. Sabe que no será de agrado para todos sus pacientes. Especialmente considerando su agilidad para treparse a las barrigas de ellos, tendidos en el diván tratando de descular sus traumas más temidos.

Este paciente fue sorprendentemente claro en su respuesta. No solía serlo. Al menos el gato ayudó en algo. Quién lo hubiera pensado. Dijo que el gato no le molestaría, siempre y cuando anduviera por ahí, y no por aquí. Si se sube no me gusta. De acuerdo. La mascota sería llamada a la discreción de la cocina cada vez que la visita de este paciente tocara.
Algunas veces compartían, mirándose con recelo, el intervalo entre pacientes. El gato yaciendo en el diván, dueño de una mirada provocadora, lo contemplaba cual diciendo “tendrás que pasar por mi cadáver para obtener este lugar”. Por fin volvía el gatuno analista y ocultaba tras la puerta la desfachatez del gato para poder comenzar la sesión.

Siempre. Hasta que un día, el gato escapó. Abrió la puerta de la cocina y fue directo a su objetivo: el diván. Algo lo detuvo. En la escena eran tres. El paciente sobre el diván, el analista detrás y el gato. Inmóviles los tres.

A decir verdad, podría haber permanecido allí una eternidad. El paciente flotaba en sus palabras, tanto que el analista podría haberse ido. Siempre y cuando supiera volver en el momento exacto a decir las palabras justas. Sin embargo, el analista es un ser humano. No pudo escapar a la inquietud que le producía su intrépida mascota, a punto de lanzarse sobre su paciente. Invirtió el orden de lanzamientos y decidió ser él quien se lanzaba como quien apuesta a la pesca sin caña, ni carnada. Apuntó con su cuerpo y se lanzó tras él. El felino, más rápido y astuto, se escondió y desafió con redoblada indiscreción. El paciente sobre el diván, el gato debajo de él y el analista en el piso, tratando de manotear al gato. Atrapado en su propia trampa, el analista pide tregua de la escena analítica. El paciente se baja del diván. El señor trata de ayudar en la cacería felina. El dueño del gato lo alcanza. Lo odia pero su reto se parece más a un halago por su picardía. Lo guarda mejor. Vuelve. Vuelven paciente y analista hasta que termina la sesión.

viernes, 6 de junio de 2008

El psicoanalista se funda en un bochorno

Borges tenía un destino literario, lo supo desde muy joven. Se anudó a ello y aceptó que su vida correría por esos campos. El destino psicoanalítico, es decir, alguien que tarde o temprano terminará convirtiéndose en psicoanalista, también es inevitable.
Probablemente las condiciones no sean tan exquisitas. El psicoanalista suele tener un preludio, digamos, bochornoso. Nos arroja del mito popular de que tendríamos la vida resuelta y nos acerca a nuestra tan mentada locura.

La vida del psicoanalista no es fácil. O peor, no fue fácil. Tal vez convertirse en psicoanalista es lo mejor que pueda suceder. De hecho, el analista se la pasa pensando en los problemas de los demás y por fin olvida los propios. Es perfecto.

Triste no es lo mismo que bochornoso. El bochorno es grotesco. Revela la más triste ingenuidad.

Primer día de la colonia. Niños por todas partes. Iban y venían como hormigas. Las cosas casi nunca son como uno se las imagina. El micro naranja había sido un tormento. De pantaloncitos negros y remera amarillo intenso. Un taxi destinado a fracasar, muy bonito pero inhabitable.

La escena siguiente se rodaba en el vestuario. Éste le resultó una obscenidad obligada, a la que la pequeña no estaría dispuesta. No había compartimentos únicos y privados para cambiarse. Qué era eso de mostrar sus menudencias a todas esas locas desconocidas. Así que se encerró en el único cuartito que encontró. Solo ella y el inodoro. Nadie la vio entrar. Debía cambiarse sola por primera vez. Le llevó decenas de minutos encontrarle la vuelta a la mallita (no era como la de las otras nenas, más complicada y más escotada), y luego empaquetar todo ese pelo dentro de la gorra casi del mismo color. Habiendo guardado meticulosamente cada cosa en su bolsito, en mallita, con gorra y vergüenza encima, se atrevió a abrir la puerta. Esperaba que la esperaran, pero no se encontró con las mismas desconocidas. Estas eran otras, más desconocidas y encima más grandes. Casi no advertían su presencia. Sólo algunas la miraban como a un zapallo en una joyería. No lloró. Caminó con su mallita, no pidió ayuda, no se animaba. No entendía cómo había pasado de cenicienta a zapallo en un cuartito.

Llegó a la pileta. La boca del hormiguero. Niños y más niñas entraban y salían del agua con una soltura que tendría que pertenecer a cualquiera de su especie. La pileta era redonda. A su alrededor toallones de cada cual dispuestos como rayos de sol haciendo un circulo al agua, también desconocida. Esta pequeña cenicienta devenida zapallo nunca se había metido en una pileta. Ignoraba datos cruciales como la profundidad. A esa edad el piso es una certeza. En la bañadera el agua nunca podía sobrepasar su nariz, así que la pileta sería una gran bañadera a la que se ingresaba haciendo cola en una metálica escalera.

Desplegó prolijamente su toallón en un lugarcito que pudo encontrar. Miró a los otros niños, entendió que la escena siguiente se rodaba en el agua. Se enfiló detrás de otros pequeños que esperaban su lugar en la escalera. Levantaban uno y otro pie en señal de ansiedad y también para soportar el fresco fuera del agua. Ella hizo lo mismo.

Llegó su turno. Se había formado una larga cola detrás de ella, no había hablado con nadie y sus piecitos ya tocaban el agua, pero no el piso. Otro niño apresuraba la operación para obtener su turno. Ella entendió que tendría que soltar su mano de la escalera y supo en un instante el concepto de altura y profundidad del agua. Sus movimientos torpes no la llevaban a la superficie, su nariz ya estaba llena de agua y su boca ni que hablar. El borde de la pileta estaba lejos, la rigidez del zapallo no ayudaba al desplazamiento. Quiso llorar pero no era el momento. Otra niña flotaba como podía muy cerca de ella. No dudó. Hundió su mano en el hombro de la desconocida, ésta sí grito, la puteo hasta que el agua la tapo, para ese entonces nuestra pequeña alcanzó el borde. La otra volvió a flotar y la odió para toda la colonia. Pudo salir del agua, retornó a su toallón y comenzó a mirar todo desde afuera.
Permanecio allí muchos años.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Entre analistas

Varios, pero un mensaje de texto de una colega, me llevó a escribir este pequeño texto.

La transferencia es cuestión de todos los días. Como tribunales para los abogados, los diarios para el diarero, el estetoscopio al cuello para algunos médicos. Nosotros, los analistas, por suerte no la tenemos al cuello, al menos no todo el tiempo. Pero nos la vemos con la transferencia cada vez que un paciente cruza la puerta, cualquiera sea la dirección que lleve, y todo el resto del tiempo que nos dediquemos al psicoanálisis.

Es sabido, para mí, que mis intrépidos lectores no son sólo analistas. La familia sabe hacer bulto en la desolación, también algún que otro desconocido que con el tiempo se ha convertido en amigo, y algún lector silencioso al que le supongo existencia aún sin pruebas de ello. Todos constituyen mi auditorio imaginario.
En honor a ellos, he aceptado que en este espacio no puedo hablar de ciertas cosas sin explicar de qué se trata. Justamente porque se trata de que se queden. Se trata de la transferencia.

La transferencia es (reduccionismos aparte) aquello que une a dos personas con un lazo particular en el que uno le supone algún saber a otro. En virtud de esa suposición, la palabra del otro adquiere valor. En el terreno analítico, el paciente se convierte en tal, cuando comienza a suponerle a su analista cierto saber sobre sí. Entonces le dirige sus preguntas con la esperanza de que éste le responda. Así, analista y paciente se dan cita en transferencia para que este último reedite sus conflictos en análisis, con el fin de resolverlos y por fin no tener que ver más su analista. En criollo sería más o menos así: si un paciente es avaro con su dinero, es probable que tarde o temprano lo sea con su análisis. En la medida en que esto tome cuerpo dentro del tratamiento es que podrá ser tratado.

Bien, aunque no es de ello de lo que quiero hablar en esta oportunidad, sino de la transferencia entre analistas. Bichos raros, muchas veces embadurnados en elucubraciones espiraladas que pueden dejarnos algo solos. La mayor parte del tiempo lo pasamos con los pacientes, que no están con uno sino con quien suponen que están transferencialmente. Cuando vemos a nuestro analista, estamos con el que suponemos que es y fundamentalmente a solas con nuestro inconciente, así que solos.
Por ello y no por casualidad somos fieles practicantes del lazo por transferencia. Nos agrupamos con otros. Otros bichos parecidos. Obviamente no hablo de la familia o los amigos, y mucho menos de la pareja. Maridos de analistas podría ser el gran título de una novela. Este post le quedaría chico.

Vamos, por fin, a lo nuestro. Los grupos de estudio fueron mi tema en otra oportunidad. Hoy pretendo hablar de una célula mucho más pequeña, de un intersticio, un pequeño texto que enlaza y une, una soledad con otra.

En lugar de dedicarme a la escritura, la pintura hubiera sido más oportuna. Las ideas se me presentan en imágenes clarísimas, que una y otra vez me veo obligada al arduo trabajo de traducirlas en palabras. Para colmo, pareciera que nunca alcanza. Bien lo expresaba el dicho.

Química no fue mi materia predilecta. Para ser honesta, era tan abstracto que no lograba comprenderlo. Que paradoja, no? Sin embargo, conservo en la memoria, la imagen de una profesora rezongona, de labios apretados y ceño naturalmente fruncido que, al costo de refunfuños conservaba intacto su deseo de transmisión (les prometo que voy a llegar punto, sigan leyendo). Así, desesperadamente intententaba conquistar las distraídas mentes adolescentes, dándole consistencia a algo tan abstracto como es la composición química de las cosas.
Un día se apareció con una bolsa llena de pelotitas de telgopor. Las sacaba y mostraba de a una, uniéndolas con bastones de madera que se introducían suavemente en cada pieza. Explicaba su extraño accionar con palabras precisas que detallaban cada ecuación representada. Sin embargo yo sólo conservé la imagen. Recuerdo su rostro gesticulando como una película muda. Cada pelota era clavada por varios pallillos y así conectada con otras similares, que a su vez resultaban conectadas entre ellas, conformando una red de múltiples conexiones. Nunca entenderé el mundo de los átomos, pero aquella imagen sorprende mi memoria para explicar las conexiones que nos unen. Pequeños textos de transferencia. Un mensaje de texto pero no cualquiera, un llamado pero no cualquiera. Se hunden en la esfera sólo aquellos que cobren un valor.

La transferencia entre analistas no es sólo suposición de saber al otro, sino suposición de saber al encuentro con el otro. Porque, sabemos bien los analistas, que ningún saber puede ser portado por uno sólo (1). Compartimos un saber que en verdad se sostiene en el intervalo. Se trata de la apuesta, sorpresiva o voluntaria, a lo enriquecedor del encuentro. Allí se teje un texto que se hunde en las esferas de manera tal que no sólo conecta sino que modifica a ambas, convirtiéndolas en parte de una red tan particular que conserva las singularidades, sin abolir los efectos de la pluralidad; en la que justamente se funda el valor de estar con otros. La esfera no deja de estar sola, ni deja de estar unida con otra y otras, en un intervalo fruto de la transferencia.

Para concluir, por fin, no quisiera dejar de compartir una curiosidad. Mientras buscaba la imagen para estos párrafos, ya con el texto escrito, me enteré de que en química la unión de átomos se explica por transferencia de electrones. Además la propiedad más importante del átomo de carbono es su capacidad para formar enlaces.
Tal vez conservé más que las imágenes.

(1) Lacan, J. “Del psicoanálisis en sus relaciones con la realidad”, en Intervenciones y Textos 2. Manantial.

sábado, 26 de abril de 2008

Elena sabe

Novela. De Claudia Piñeiro. Editorial Alfaguara. 2007

No soy una gran lectora de novelas, sin embargo no es la primera vez que esta autora me atrapa en sus páginas. Perfectamente hilvanadas con un suspenso que apresura su lectura.

El saber de Elena es un imán que atrae, que por momentos contagia y que estrella al lector con un crudo final que pone en tela de juicio el saber de una madre. De esta madre. De una hija que no pudo ser madre. De otra mujer que no quiso ser madre.

Todo el relato se destaca por su meticulosidad y crudeza. Algunas escenas abusan de ello, obligando a sacrificar ciertas líneas que como una pintura lograda, transmiten una imagen difícil de soportar. Probablemente sería otro escrito si se privara de tales impresiones.
Algunas lecturas sobre Claudia Piñeiro, me han dejado saber que la inspiración de la novela nació en una imagen. Las palabras dispuestas según su lógica singular vuelven a componer aquella imagen cual si fuera un rompecabezas. No hay modo de borrar las suturas de cada pieza y es justamente allí donde el lector encuentra una hiancia para crear su propia imagen.

Cada palabra escrita es un detalle más en la visita que el relato ofrece a la patológica relación que sostienen Elena y Rita, su hija. Una vez allí, no es difícil sentir la rigidez, la falta de aire, la escasa distancia entre ellas.
Un saber que en ocasiones llega a ser tan absoluto que no puede más que rozarse con la muerte. La muerte del deseo. ¿De quién? Basta leer el libro para saberlo.

viernes, 25 de abril de 2008

¿Desangustiar?

Fuente: Extracto del artículo de Éric Laurent, titulado "Desangustiar?", en Mental N° 13 de diciembre de 2003, p. 21-23. Traducción: María Inés Negri · Virtualia Revista Digital de la Escuela de Orientación Lacaniana (www.eol.org.ar/virtualia)

Un poco de seriedad... un tema interesante por Eric Laurent. Dejemos hablar a los que saben... NZ.

Una pregunta así no se formula más que a partir del psicoanálisis. La medicina no se la plantea. Va de suyo, en medicina, que el síntoma es al que se trata de hacer desaparecer. La angustia es un síntoma como otro que hay que hacer desaparecer. El psicoanálisis, por una parte, no encara apuntar a la eliminación de los síntomas más que una vez que su función ha sido establecida y por otra parte distingue la función de la angustia de la del síntoma. Plantear la pregunta de desangustiar separa de entrada al psicoanálisis y al tratamiento médico. Para el médico, el psicoanalista enmascara su impotencia bajo una retórica de la función del síntoma. Para nosotros, no se trata solamente de retórica. Es la misma paradoja que encontramos que opera en el acto fallido. Un acto no logra mejor su éxito que en su fracaso. Pero esta proposición no va sin su corrección lógica. La proposición no es recíproca. No basta con fallar en una acción para que sea un acto como tal.

(...)

Si las grandes corrientes post-freudianas divergían respecto de la angustia, se encuentran del mismo lado respecto a una segunda indicación freudiana diferente de la posición médica: no hay que desculpabilizar al sujeto. La posición psicoanalítica se separa así netamente de la que aboga por la desculpabilización del sujeto por razones humanitarias.

¿Por qué no desculpabilizar? No es solamente porque Freud era muy prudente en desbloquear las barreras de la civilización. Es porque se trata de alcanzar por la culpabilidad la división del sujeto. El psicoanálisis constata que el sujeto neurótico es siempre culpable de gozar y de existir, lo que Freud llamó la culpabilidad inconsciente. Freud separaba de este modo psicoanálisis y psicoterapia mientras esta se acercaba al ideal médico, buscando reducir la culpabilidad.

¿Cuál es entonces la alternativa a desangustiar? ¿La angustia no indicaría ella misma un punto crucial para el sujeto? El estatuto particular de la angustia entre los afectos ha sido subrayado por Freud, y Lacan la formuló de manera condensada de la siguiente manera: la angustia es un afecto que no engaña. Guía al sujeto neurótico hacia lo real. Para el sujeto neurótico, si no hubiera angustia, todo no sería más que un teatro de sombras. El sujeto histérico reduce el mundo a sus semblantes y sus intrigas, el obsesivo ve el mundo detrás de un velo. Ambos se encuentran exiliados del sentimiento de la vida.

Si la angustia no engaña, es porque ella plantea la buena pregunta, la del deseo. Uno se angustia cuando no sabe lo que el Otro quiere de nosotros. Es en este sentido que la angustia no es sin objeto. La presencia del Otro como tal está en causa. Lacan vuelve legible las evoluciones de la teoría freudiana de la angustia. Desde los primeros trabajos sobre la neurosis de angustia hasta Inhibición, síntoma y angustia, la angustia es presencia del deseo del Otro como tal.

Desangustiar quiere decir, que se trata a la vez de introducir una pregunta sobre el deseo e interpretar el deseo que está en juego. Algunas orientaciones analíticas destacan la necesidad de una alianza terapéutica con el sujeto bajo el modo de un contrato. La verdadera alianza para Lacan no es la alianza "terapéutica", es la interpretación como tal, que instala la transferencia. Lacan muestra releyendo el caso de Dora y del hombre de las ratas, que Freud interpretaba enseguida, especialmente la angustia. Esta interpretación inaugural es aislada por Lacan como "rectificación subjetiva". En este sentido, "desangustiar" es coherente con la orientación dada en la "Dirección de la cura", texto publicado a comienzos de los años 60. Esta práctica está explícitamente en las antípodas de la orientación annafreudiana.

Desangustiar consiste entonces, en hacer surgir la pregunta por el deseo, pero ¿cómo? Podríamos decir que la vía regia para interpretar el deseo es hacer consistir el síntoma. Se puede tanto más desangustiar cuando se logra hacer consistir al síntoma. A la inversa, cuando el síntoma no consiste, no se llega a poner un punto de capitón a la angustia.

viernes, 11 de abril de 2008

Los Congresos, la cuna del saber.

A decir verdad, los Congresos (de Salud Mental que son los que conozco) son un bello collage. Digamos que suele ser una florida combinación de adornos interesantes con algún saber que también circula, aunque casi con la seguridad de que no será lo principal. No obstante, hay Congreso sólo en la combinación.

Si el saber no es lo esencial, entonces de qué se trata tanto profesional junto, con bolsitos uniformados y etiquetas colgadas, dando vueltas por al menos dos días, en los alrededores de un hotel? Imagino se preguntará el lector desprevenido.
Sin lugar a dudas, se trata de un punto de encuentro; con todas sus vicisitudes, desencuentro incluido.
Una oportunidad de contacto con colegas que no comparten la cotidianidad o bien, si la comparten, poder tropezarse en un escenario diferente.
Ahora bien, para encontrarse siempre tiene que haber una excusa; en los Congresos son variadas. Pueblan una sala y algunos pasillos, distintos stands de oferta psicofarmacológica. Visitados por un sector de los asistentes e ignorados por algún grupo de psicoanalistas que también pasean por allí, tal vez en busca de lapiceras. Estos últimos prefieren otros mostradores colmados de libros, atendidos por personajes muy representativos para la ocasión. No faltan los pequeños folletos de revistas, nuevas y viejas instituciones, softwares especialmente diseñados para categorizar pacientes, etc. Kiosco no hay, café tampoco, en este oportunidad.

La propaganda es un modo de darse a conocer y esto no es privativo de los pasillos del Congreso, también ocupa sus auditorios. Allí, la diversidad fue la constante. Hubo habladurías que no son más de lo mismo. Vuelta a repetir lo ya escuchado una y mil veces, esta vez del mismo modo.
No es menos cierto también, que en el afán de darse a conocer se comenten algunos asesinatos. De la enunciación, por ejemplo. Entonces, uno se encuentra con mesas basadas en relatos de actividades sin el más mínimo análisis. Una mera descripción de tareas: “hacemos todo esto, miren qué bien!”.
Por suerte, justamente porque hay un poco de cada cosa. También hubo mesas sumamente interesantes. Que no sólo se daban a conocer sino que también lograban transmitir una visión singular. En algunos casos sorprendentemente novedosa sobre temas de particular interés para la salud mental. El futuro del psicoanálisis, por ejemplo; el padre desde una mirada cinematográfica, los embrollos del lenguaje, la locura (ni psicosis, ni neurosis), etc.
También hubo mesas que sin duda hubieran sido muy interesantes si no fuera por la ausencia inesperada de su protagonista. Una verdadera pena.
Volviendo al punto de encuentro, ahora con la propaganda, no resulta alocado pensar que se trata de darnos a conocer. Exponer es exponerse. Escuchar es acercarse a un encuentro. La solitaria tarea de la asistencia no es sin el tendido de redes que la sostienen. Que se arman también, por qué no, en lugares como este.

Lo genial puede estar hecho de deshechos...

"...Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo..."

Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De dios que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche, la incapacidad de leerlos..."

Borges. La Ceguera

Es genial, sencillamente eso y no precisa traducciones.

viernes, 4 de abril de 2008

En los albores de una presentación.

El tiempo es una de las cosas de las que se puede carecer antes de una presentación. La semana previa al Congreso de Salud Mental, tracé las primeras palabras de este texto, con la ilusión de poder terminarlo antes de la presentación y según la lógica de mi cronología, publicarlo antes de ella. No fue posible. Aquí está, un texto de un tiempo anterior, publicado después.

Hay quienes dicen que se trata de sostener cierta coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Es así que no puedo más que caer presa de de mis propias palabras (que para colmo han sido escritas), cada vez que me arriesgo a protagonizar una presentación. Quien no comprenda de lo que hablo puede visitar ¿Por qué los psicoanalistas leemos cuando presentamos?

Inmersa en el trabajo de la presentación, me respondo aquel interrogante sin titubear: ¡es más fácil! La enunciación de la escritura es reproducida literalmente en la lectura. En cambio, cuando uno se dispone a hablar sobre el escrito, se ve obligado a producir un nuevo decir que se sustenta en él, pero que al mismo tiempo se desprende. Dos creaciones diferentes, en tiempos distintos. No digo que una cosa sea mala y la otra buena, sencillamente son operaciones diferentes.

Sentarse en la mesa de tal o cual Congreso y exponer(se) no es una tarea sencilla, aunque puede ser muy placentera. Habrá sido necesario atravesar diferentes momentos, que según indica mi ideal, deben ir recortándose proporcionalmente a los años de experiencia y la cantidad de presentaciones realizadas.

Los momentos serían algo así:

El deseo de presentar: hay un deseo de participar activamente. Ganas de escuchar, pero también de ser escuchado, de transmitir con la palabra, no sólo escrita.
El advenimiento de la idea: con el deseo en el haber, en un momento inesperado, de pronto, surge una idea que ya no podrá ser otra.
El impulso de hacerlo: la idea viene acompañada del impulso. Ahora que se cuenta con ella, no compartirla sería pura inhibición. Hay algo para decir que puede resultar interesante. A esta altura ya es una decisión. Hay cosas de las que no se puede retroceder.
El proceso de escritura: sin duda se trata del momento de mayor complejidad y angustia. Se suscitan diversos momentos que se suceden entre sí, una y otra vez, vuelven a comenzar, tal vez hasta que el escrito pueda soltarse.
Nada más gráfico que las palabras:

“Esto que se me ocurrió está bueno, es una idea original”

(Tal vez en el mismo día un poco más tarde)
“Es un desastre, no le puede interesar a nadie”

“Este escrito no va para ningún lado, pero no queda otra ya está escrito, quienes lo lean me dirán”
(allí un resto de esperanza de que la propia percepción pueda estar equivocada.)

“Si, está bueno, pero podría estar mejor”

“Ya no hay nada que hacer, la fecha de entrega llegó, tal vez les gusta, después de todo está bastante bien”

Enviar el trabajo: este acto es uno de los más placenteros. Soltar el escrito. Es lo que es. No será ni más ni menos. Una suerte de relajación. Ya está.
Un tiempo del olvido: entre la entrega del texto y la presentación suele haber un tiempo, un mes por ejemplo. Son días que transcurren como si nunca se hubiera escrito nada. La tensión pasó, no hay por qué preocuparse. La presentación aún está lejos.
La cercanía de la fecha de presentación: no era una fantasía. Hay un escrito que lleva mi nombre y me espera en una mesa, junto con otros colegas para que hable de él. Retorno de la tensión, las fantasías del momento de la escritura vuelven a dar una vuelta por la cabeza.
El nuevo encuentro con el texto: lo vuelvo a leer, es como si no fuera mío. Hay cosas que ni recordaba, algunas muy interesantes, otras no sé. Se trata de producir un nuevo ordenamiento que posibilite un decir que sólo se producirá en el momento de la presentación y se extinguirá apenas termine. El deseo es dejar pequeños restos que ojalá sean recogidos por quienes se hayan dispuesto a la escucha.
Me dispongo a la presentación: cuento con un punteo en la hoja como guía y el deseo de que algo de todo lo leído y pensado en el proceso atravesado, acuda a mi pensamiento en ese preciso momento. Sólo eso.
Momentos previos a la presentación: escucho a otros. Sin duda, resulta tranquilizador. Seré una más.
La presentación: ya sólo me preocupa que el micrófono haga retumbar demasiado mi voz y eso me distraiga. Dura sólo las primeras palabras. Después, el deseo me acompaña. Menos mal.

sábado, 8 de marzo de 2008

Un Psicoanalista en el Dentista


Es sabido que los psicoanalistas cuidamos nuestros oídos. Es para nosotros como el auto al taxista. Pero no solamente. Algunos complementos resultan también imprescindibles. La boca, por ejemplo. La palabra es nuestra arma predilecta. Sale por allí, o también por las manos si se trata de escritura.

Es así que cada tanto visitamos a esos locos amantes de explorar bocas ajenas con cierto sadismo sublimado gracias al torno y esa serie de adminículos que van y vienen en el brazo mecánico que siempre los acompaña.

Sin embargo, ese mal trago no es exactamente el tema que hoy justifica mis palabras. Sino la mentada fantasía de que los analistas analizamos todo, todo el tiempo. Fantasía, mito o creencia popular que mayormente no es más que eso. Analizar es nuestro trabajo y como tal, también cansa.

Fuera del consultorio, uno asiste al odontólogo como cualquier perejil. Advertido de la posible espera, acompañado de diversas lecturas, psicoanalíticas claro, para amortizar la espera.
Una vez allí, me recibe una recepcionista maleducada pero por sobre todo desconectada de la escena, más que del teléfono y la enorme cantidad de papeles en el escritorio. No es agradable, pero no conmueve la postura perejil. Me siento, observo, me sumo en la lectura, pretendiendo que no me afecta que en breve, mi boca se llenará de enemigos indeseables.

Suena el teléfono. Es el novio o pareja de la recepcionista. ¿Cómo lo sé? Todos en la sala lo sabemos. Se rompió el lavarropas. Fue el técnico pero no pudo arreglarlo porque alguien cortó el enchufe y se perdió la garantía. Corta. Sigo perejil. Esta vez es ella quien llama. Se trata de su madre. Es para despertarla, la propia madre le había pedido que la llamara para eso. Todos en la sala lo sabemos. Una vez despierta, le cuenta el drama del lavarropas. Ocasionará que la niña grande deba ir a lavar la ropa a la casa de su madre. Allí el dilema: “Voy a tener que ir a tu casa, bah! a mi casa? Todavía es mi casa. Es mi casa”. (Y la conversación con la madre gira en torno a ello). La escucha adormecida y hundida en la lectura también se despierta, pero sin avisar. Mientras la niña recepcionista habla por teléfono, transitan pacientes que fracasan en su intento por restituirla en su función. A nadie más ella puede dirigir siquiera la mirada.
No es que los analistas analicemos todo pero hay cosas que convocan la escucha de un modo tan abrumador que no hay oído analítico que se resista.
Escribo estas líneas en el revés del texto psicoanalítico que estaba leyendo antes de lo de mi casa-tu casa. Está desprolijo, dudo de entender mi letra luego. Termino. Mis ojos vuelven al texto. Me olvido. Y el dentista que no me llama.

martes, 4 de marzo de 2008

Volver...



(...)
Volver,
con la frente marchita,
las nieves del tiempo
platearon mi sien.
Sentir,
que es un soplo la vida,
que veinte años no es nada,
que febril la mirada
errante en las sombras te busca y te nombra.
Vivir,
con el alma aferrada a un dulce recuerdo,
que lloro otra vez.
(...)


Autor: Alfredo Le Pera




miércoles, 30 de enero de 2008

Detenerse. A veces es irremediable…


Promediando Diciembre todo comienza a detenerse. Quieras o no. Hay que dejar todo lo que estabas haciendo. No importa cuánto entusiasmo estuviera en juego. Marzo será el mes ideal para retomarlo. Por qué esperar casi tres meses?! Costumbre infantil tal vez, ligada al ritmo académico...

En ocasiones, aquellos que deben trabajar intensamente durante el verano, sienten la necesidad de un esfuerzo extra para soportar trabajar mientras “todos se divierten” (noten la estructura de fantasía que grita en esa frase!)

En fin, parece ser que esta alienación cultural alcanza los estratos más recónditos, por ejemplo: mi blog. Hay personas que escriben preguntándome si el blog está cerrado o abandonado. No! nada de eso, es que es época estival y no he logrado sortear el suspenso que se impone.

De modo que estas líneas son simplemente para transformar en palabras escritas esta duda que me aqueja acerca de este fenómeno veraniego. Pero también para agradecer la enorme cantidad de comentarios que he recibido en este último tiempo.
Los iré respondiendo, a medida que Marzo se aproxime.