jueves, 21 de mayo de 2009

El abanico de Seda. de Lisa See

2005. Ediciones Salamandra

Llegué a esta novela por invitación de alguien cuya lectura goza de mi estima. De no haber sido así, probablemente nunca la hubiera comprado. No conocía a la autora, su nombre oriental no me hubiera atraído y leyendo la contratapa hubiera imaginado cierta pesadez en la historia. Y bueno, uno no se libra de los prejuicios como de los mosquitos, por ello la recomendación es un fantástico modo de llegar a los libros.

Al cabo de tres páginas ya estaba perdida en el 1823, apasionada en el mundo de las mujeres chinas de aquel entonces. Toda una cultura desconocida comenzaba a cobrar vida con el correr de las líneas.
Con una escritura simple y llevadera, la autora logra escenas de magnífica viveza y temible crueldad. Tanto que por momentos cuesta avanzar por las palabras.
En un espléndido logro literario, Lisa See une tres elementos de aquella realidad para transmitir toda la marca de una cultura: los pies vendados, la opresión y la escritura.

Las mujeres de aquel entonces tenían valor sólo por el potencial arreglo matrimonial que con ellas pudiera hacerse y de allí su única utilidad sería dar a luz hijos varones. Cuanto más pequeños fueran sus pies, más bellos se los consideraba y mejor el casamiento al que se podía aspirar. El vendaje de los pies constituía un ritual que daba comienzo a la vida futura, que la niña jamás podría rechazar. A los seis o siete años, las madres vendaban los pies a sus hijas de manera tal que sus dedos y sus talones estuvieran lo más próximos posible. Se convertían en pequeñas mujeres que soportaban años de intenso dolor mientras sus pies se quebraban para adquirir la forma deseada por la cultura.
Vendas bajo las que caía la frescura, la risa, la curiosidad. Cuando el dolor físico cesaba no tardaban mucho en ser ubicadas en matrimonios. El dolor continuaba, aunque ya era de otra clase.
El pensamiento de las mujeres y en otro sentido el de los hombres también era asfixiado por una florida serie de imposiciones que no dejaban espacio al deseo, las preguntas, las dudas, los temores.
El abanico de seda es el símbolo de una escritura secreta llamada nu shu, que las mujeres transmitían entre generaciones. Es a partir del abanico bordado en nu shu que la autora abre las puertas a los sentimientos de los personajes, el dolor, la esperanza, la muerte, el miedo. La escritura se revela como una bocanada de aire fresco en una trama de espacios cerrados, pies vendados y palabras calladas.

La sensación que produce el viaje por esta historia es la recurrente pregunta: ¿por qué no se va?, ¿por que no se revela o hace algo para cambiarlo?, ¿cómo puede ser que nadie piense algo distinto?. La respuesta es simple. No se trata del relato de una mujer de pies vendados, es la historia de varias generaciones de mujeres contada en los pies de una de ellas. Tales preguntas sólo pueden surgir si no se está en esos zapatos, sino en otros muy lejanos en tiempo y espacio, y que justamente posibilitan esas preguntas.
Animarse a la lectura de esta novela permite vivir en carne propia la frase tan repetida en filosofía y utilizada en psicoanálisis: la realidad no es más que algo que se construye.

Les regalo una de las oraciones más impactantes del relato:

“...Mi madre tiró de mis dedos rotos y los dobló hasta pegarlos por completo a la planta de los pies. En ningún otro momento percibí tan claramente el amor de mi madre.”

martes, 12 de mayo de 2009

¿Quién paga?

Se había recibido hacía aproximadamente seis meses. Terminar la carrera es una hermosa sensación liberadora, aunque al mismo tiempo se parece a un empujoncito al abismo.
No más parciales, no más notas, ni lecturas obligadas. El momento del gran desafío ha llegado: vivir de la profesión.
La mayoría de la gente desconoce que los psicólogos forman parte del precarísimo sistema de salud de la Argentina, al igual que los médicos, enfermeros y diversas profesiones ligadas al ámbito de la salud. El mito popular dice que los psicólogos se llenan de plata. Tal vez algunos sí.
El frenesí del comienzo embargaba todos los costados de su nuevo ser profesional. Había rendido el examen de residencia pero resultó concurrente. Es decir, no entró en el 6% que recibe una remuneración por el trabajo que realiza en el hospital. Él también trabajaría, atendería pacientes, supervisaría, se formaría en la clínica hospitalaria, pero no recibiría un centavo a cambio. Las ansias de aprender cubren muchas faltas, así que eligió un hospital de su agrado al que concurría tres veces por semana. Por su flamante matrícula, su actividad asistencial consistía en realizar cursos de formación y escuchar entrevistas de admisión de pacientes nuevos en compañía de un colega más experimentado.
Las charlas de pasillos, el café en las reuniones de equipo y las conversaciones que se extienden tanto como la demora de los pacientes, comenzaba a dar sus frutos. Un colega le comentó de una institución en la que tomaban jóvenes profesionales, donde además de tener la posibilidad de ampliar su formación, le derivarían pacientes. Se entusiasmó como quinceañera con primera cita. Le pidió los datos y no demoró su llamado. Lo atendieron amablemente, le indicaron que enviara su curriculum con la promesa de llamarlo cuando lo recibieran. Ese mismo día las hojas de su corta vida profesional salieron por su computadora.

Luego de tres días, por fin lo llamaron. Acordaron una entrevista a la que llegó con inglesa puntualidad, que no tuvo su correlato en el avezado colega que lo entrevistaría. Esperó treinta largos minutos, pero el entusiasmo seguía intacto.
Finalmente se acercó un señor de unos cincuenta y cinco años. Caminaba algo encorvado y su mirada se enfocaba más bien al suelo. Lo hizo pasar sin pronunciar demasiadas palabras. Se acomodó en la silla que éste le indicó e intentó no demostrar sus nervios. Por un momento tuvo una horrible sensación, como si en lugar de ser tratado como un joven colega, estuviera frente a su nuevo psicoanalista. Fue horrenda porque estaba muy conforme con su análisis y no tenía ninguna intención de cambiar de analista. Tal vez el incómodo efecto tuvo que ver con el modo de empezar de su entrevistador. Le dijo: Bueno, te escucho. Ciertos vicios profesionales suelen colarse por todos los recovecos de algunos colegas. Por un instante dudó. Supuso que el cansado terapeuta veía tantos pacientes por día que no había registrado que él estaba allí para otra cosa. Reprimió ese pensamiento y se largó a las palabras. Habló acerca de cómo había llegado hasta allí, de los meses de experiencia en el hospital, de sus preferencias teóricas. El hombre lo miraba como queriendo descubrir no se sabe qué cosa. Cada tanto hacía algún comentario. Su hablar era lento. Si le hacían una pregunta demoraba al contestar, como si en lugar de estar enfrente, la conversación tuviera un océano de distancia, un delay propio de las comunicaciones satelitales. Los silencios en análisis son productivos porque permiten pensar, pero en las entrevistas de trabajo son incómodos, no hay vuelta que darle. Eso no es distinto según la profesión.

Nada en el desarrollo de la entrevista le hacía pensar al joven que no fueran a admitirlo. Su entrevistador de turno le había preguntado sus horarios disponibles y le había explicado cierto funcionamiento administrativo de la institución. Silencio mediante y como el hombre no hablaba de ello, el joven preguntó por los honorarios. El rostro del avezado se tornó más firme y sus palabras fluyeron sin tanta parsimonia. Tenes una cuota mensual que al principio la pagarías completa y luego la podes ir cubriendo con el porcentaje de honorarios que te correspondería de los pacientes. Al joven se le vino el mundo abajo, pero intentó sostenerlo. ¿Cómo, no entiendo, cuota, pagar, quién la paga?. Vos la pagarías, los profesionales tienen un abono mensual que corresponde a la pertenencia a la institución. El joven trató por todos los medios que no se le notara el desconcierto, que su cara no tradujera lo que verdaderamente pensaba: ¿tengo que pagar para trabajar? No se animó a hacer esa pregunta, se sintió desdichado y descubrió una vez más que para vivir de su profesión el camino sería largo y tedioso. El entrevistador lo miraba impávido.