domingo, 27 de julio de 2008

Alberto Laiseca estuvo en Escobar

La presencia de un escritor es tema del mundo del psicoanalista. Ciertamente sí. Al menos para este analista.

En un encuentro organizado entorno al Café, Laiseca barajaba sus palabras con cerveza. Para él, no es venganza sino ironía y humor como única defensa posible.
Al menos cuatro vasos fueron necesarios, incluyendo el derramado, mientras el sabio de gran bigote intentaba responder a sus interlocutores. De pronto y preso del susto que le causó el responsable de aquel sonido, desparramó el frío dorado sobre el mantel. Disculpándose con gran respeto.

Cautivó a la audiencia con un crudo decir sobre su historia, sobre sus comienzos como escritor y su falta de talento por aquel entonces. Que el lujo del encuentro no hizo más que abandonar en viejos tiempos.

Un libro puede cambiar a un hombre. A sus 20 años “El manantial”, de Aynd Rand cambió su vida. No tiemblan sus palabras y mucho menos al asegurar lo que supo en aquel entonces: literatura o nada.

Sin tapujos habló de su padre, que a pesar del daño que le causó tuvo la virtud de transmitirle el interés por la lectura. De allí y seguramente de otras experiencias ofrece su mirada crítica sobre los maestros.
El maestro aparece sólo cuando el alumno está preparado. Pero advierte: el que da también quita. Y con la misma convicción asegura que son asesinos seriales de sus protegidos. Aunque sin duda, vale la pena correr el riesgo. Yo agrego, habrá que saber abandonarlos a tiempo. Como a los padres.

Laiseca detenía el aire con sus palabras firmes, de un tono gauchesco por momentos, que nunca dejó de acompañar con una mirada sincera pero sufrida que se posaba en los ojos atentos del interlocutor que pudiera sostener semejante firmeza.

Respondió y agradeció el intercambio con quienes lo escuchábamos. Posible no sólo por el interés de quienes nos llegamos a la biblioteca, sino por su simpleza y magnífica ironía que sabía dar cuenta de lo que no le agradaba pero al mismo tiempo habilitaba a la próxima jugada.

A pedido del público no se arriesgó privarnos del placer de seguir escuchándolo en una de sus grandes virtudes. Contar cuentos. Parecía haber recordado al azar un relato que marcaría no sólo el final del encuentro.

Una madre desesperada por su hijo, en un mano a mano con la muerte; alcanzó los rincones más heridos de esta humilde comentarista desprevenida.

viernes, 18 de julio de 2008

Dos pacientes, una puerta y un analista transpirando

Bueno, es largo, si. Pero siento que vale la pena. Los invito…

Comenzar siempre es difícil. El propio agitar del deseo en movimiento suele ser un condimento caluroso para algunas situaciones. Aunque valen la pena. Comenzar siempre vale la pena.

Hasta que el fracaso se pone definitivamente en juego, el furor curandi de los comienzos conserva vitalidad. La agonía lleva su tiempo.

Nuestro joven analista estaba embriagado de entusiasmo. Tanto era así que una remota posibilidad laboral a más de treinta kilómetros de su casa, le pareció una gran oportunidad. Los analistas no atienden en los bares, así que necesitaba conseguir un consultorio en aquella zona lejana.
En un edificio de más años de lo que se considera nuevo, un departamento haría las veces de recinto analítico. Era modesto, pero lograba tener algo acogedor, que pronto sería mucho más que eso. De esos lugares en los que uno gustaría quedarse. Pero no tanto.

Lo alquilaba, pero no directamente a su dueño, sino a otros colegas que también atendían allí en otras coordenadas de tiempo. La relación de propiedad al lugar, en esos casos, es precaria. Pero en fin, es lo que hay.

Dispuesto el lugar y creada la oferta, llegó el trabajo remoto, que se convirtió en real con la llegada de la primera paciente.

La sesión transcurre dentro de las habitualidades a las que estaba acostumbrado. Se establece una atmósfera de quejas acogidas, más o menos agradable, que inaugura la chance de un próximo encuentro. Mientras sincronizaban agendas, suena el timbre. Se interrumpe el clima. Es la paciente siguiente. Tendrá que esperarlo en el zaguán, pues no hay portero eléctrico que valga. Las inseguridades frecuentes habían propiciado su abolición. Sólo alguien de carne y hueso podía operar la cerradura. Vuelve al recinto. Luego de ofrecer varias alternativas, encuentran un horario posible para ambos. Comienza la despedida. Vuelve a sonar el timbre, esta vez es el de arriba. Se ve que algún vecino confiado dejó pasar a la desconocida.
Atraviesan juntos el largo pasillo, que por sus paredes amarillas parece más alto y más extenso. Conduce inexorablemente hacia el pequeño hall también amarillo, habitado por una silla destinada a la espera y la puerta de madera.
El analista saluda con un beso a su flamante paciente, al tiempo que toma el picaporte, presionándolo hacia abajo. Se prepara para el topetazo de pacientes. Prontas a movimientos encontrados, una a cada lado de la puerta. Son esos cruces en los que, los pacientes se miran con recelo. Aunque en éste, la relación era demasiado nueva como para los celos. En estas ocasiones el cruce sirve más bien para detectar signos de eficacia terapéutica, captados en el aire, en una mirada, en el perfume, la forma de vestir; cualquier cosa puede ser un indicio de salud o locura irreversible que hacen dudar de la reputación del licenciado.
Sin embargo, nadie estaba preparado para que ese momento llegara después de una multiplicación infinita de segundos.
Los breves instantes que suele durar esa situación se replicarían cientos de veces como para formar unas dos horas, luego de la cual recién se produciría el topetazo.

La puerta no abre. No hay caso, no abre. Las pacientes pondrían a prueba como nunca su condición. Esperarían con paciencia que el novel pero entusiasta analista también pusiera a prueba su habilidad de apertura, en una oportunidad que de tan concreta, angustiaba.
Era un nuevo comienzo, del que sólo anisaba su final. Comenzó por desplegar todas las alternativas de la cerrajeria moderna que a la cabeza le fueron accediendo. Estas tenían la intensidad de la temperatura que su cuerpo iba adquiriendo. Pleno verano. Las gotas de transpiración comenzaban a humedecer parte de su cabello. Intentó girar la llave de mil modos. El movimiento iba siempre de la suavidad a la violencia, y luego volvía a una nueva suavidad simulada, que cada vez le salía peor. Percibió la mirada atemorizada de la paciente, que hacía intentes se iba relajada, habiendo encontrado un espacio de serenidad, y pensó que debía calmarse, aunque fuera un poco. No había manera de frenar las gotas que delataban la adrenalina hirviendo en sus venas.
Comenzó a aceptar que la escena duraría mucho mas de lo esperado. Y pudo pensar más claramente. Se le ocurrió que la cerradura podría funcionar desde el lado de afuera. Contaba con la entusiasta desconocida que a pesar de la circunstancia había decidido permanecer allí. Así que requirió su ayuda. Su voz atravesaría la puerta en forma de instrucciones. Dicen que el psicoanálisis en lo último que consiste es en decirle al paciente qué debe hacer. En este caso, se sintió autorizado a tomar una breve licencia de tales mandatos y rogar no ser juzgado por los más altos exponentes psicoanalíticos. Después de todo ni la justicia penaliza a los presos que intentan escaparse. Él contaba con mejores condiciones. Bien. Le pasaría la llave por debajo de la puerta para que la amable mujer la abriera de una vez! Agachado. Las gotas mojaban el piso del parquet antiguamente plastificado. Mientras trataba de introducir la llave por debajo de la puerta, pensaba. Le estaba entregando la única llave que tenía a una perfecta desconocida, de la que sólo podía tener una certeza. Había ido a visitarlo, sin duda su psiquis estaba comprometida. Pero no podía saber en qué grado. Se le ocurrió que las cosas podían empeorar si esta mujer tomaba la llave y se iba, por ejemplo. Él mismo habría propiciado quedar en manos de una loca desconocida.
Por suerte o por desgracia la llave no lograba atravesar el mínimo espacio que separaba la puerta del piso. A quien se le ocurre tanta precisión en las medidas!
Sentadas a cada lado de la puerta, las pacientes esperaban sin mucho que hacer. Nadie estaba tan nervioso como él. Cada tanto, cuado algo del fragor de su hacer se detenía para desempañar sus lentes transpirados, la que estaba adentro, se animaban a hacer alguna sugerencia. Llamar a un cerrajero, por ejemplo. La idea era excelente, pero era la hora de la siesta. En esos lugares hay que respetar esas cosas. La mayoría de la gente lo hace. No por gusto, es que de tener estos percances, no queda otra que esperar la hora de despertar del cerrajero, o del portero. Si habían pensado en él, sepan que también estaba durmiendo.

Agotadas casi todas las instancias, comenzaron los modos más brutales. La transpiración era una lluvia que hacía gozar a su camisa de varios manchones más oscuros, que según los movimientos se adherían al cuerpo del joven desesperado. Así que los intentos subieron de tono. Se aferraba al picaporte y tironeaba en ambos sentidos como para aflojar la puerta. Para que abriera de una buena vez!
En medio de una verdadera riña con esa puerta, desatada por una claustrofobia descompensada, que ya no podía disimular, un último recurso acudió a su conciencia. Una última oportunidad para no pasar la noche con la paciente.
Llamar a los bomberos, que por suerte duermen pero se levantan, para que administraran los medios del rescate por la ventana del piso doce.
Bueno, lo pensó mejor y había otra alternativa antes. Llamar a quienes eran más dueños que él y tenían otra llave. Era cuestión de llamarlas y pedirles auxilio. Ojala estuvieran cerca. El calor le quemaba las naves, pocas cosas podía pensar con claridad, mucho menos una serie numérica poco frecuentada. ¡Dónde estaban los números!. Y la paciente de afuera que seguía esperando ser atendida. Increíble determinación al análisis. Eso jugaría a su favor a la hora de determinar su diagnostico, pero el analista no podía pensar en eso ahora. Tenía que abrir esa puerta. Del otro lado había una posible delirante insidiosa que en lugar de abrir la puerta podría irse con la llave, o peor, aún cerrarla más. Evidentemente la temperatura determina la condición de las cosas.
Fueron necesarios varios llamados. Una de las colegas no podía ir. No podía! Le pide que llame a otra, se sorprende de la bochornosa situación, pero se desentiende, como si esa cerradura no fuera también un poco suya.
Ultimo llamado, ultima persona, ultima oportunidad. Después, sólo quedaban los bomberos. Atiende, eso en esta profesión ya es una gran cosa. Y no sólo eso, puede llegar! Que suerte! No esta cerca, pero llegará. Al menos podrá pasar la noche con su esposa. Después de atender la paciente de afuera, claro. Que seguía ahí. La otra también, a dónde iba a ir.

La colega llegó. Por fin. El ruido de la llave ingresando en la cerradura desde afuera precipitó nuevamente las palpitaciones del muchacho que durante el rato de la espera se habían apaciguando un poco. Se incorporó de repente. Fue como el antídoto a un veneno que terminaría por matarlo.
De golpe, la puerta se abrió!
Una puerta que no quiere abrirse y sólo admite ser atravesada por las voces, crea la fantasía de un espacio desconocido. Aún cuando se trata del pasillo tantas veces recorrido. El no poder acceder al él, le da el encanto que sólo la fantasía puede ofrecer. Había una magia en la tragedia. La imagen que deja ver la puerta abierta atropelló el hechizo y acabó con todo.

Por fin, despidió a una paciente y recibió a la siguiente. Hundido en sudor. Pero tanta espera no aceptaría excusas. Lo que pudo decirle no sé, pero si sé que la escuchó y que la paciente volvió.

viernes, 11 de julio de 2008

No hay nada peor que no poder escribir.

No parece pero el pen drive, alias pepucho, puede ser crucial. Que bronca haberlo olvidado justo en el momento en que la inspiración era invitada y se disponía a terminar un artículo de grandes elucubraciones teóricas; que tan mezquina presencia habían tenido en los últimos meses.

Después de una sabrosa sesión con el analista, algunos nudos se desatan. No es que suceda en todas, sólo en algunas que gozan de venturosa fortuna. Sale del consultorio con algunas frases que retumban en su cabeza como aquellas pelotas saltarinas de los ochenta. Con poco espacio, eso sí. Piensa en su destino. No con el sentido espiritual del término, pues no cree en ello, sino como resultado de sus meticulosas y precavidas acciones. Que terminan por ofrecerse como obstáculos a un destino deseado, pero también postergado. Es ahí donde siente fervorosos deseos de retomar aquel escrito que tanto le esta costando terminar.

Vuelve al consultorio. Mientras atiende dos o tres pacientes, planea el gran momento. Preparará un te, que no estará ni muy frío, ni muy caliente. El vapor con aroma a frutillas será cuidadosamente acompañado de una madalena que guarda celosamente para ocasiones espacialísimas. Sin duda será una de ellas. Las musas están por llegar.
Una paciente anuncia su ausencia y aporta cuarenta y cinco minutos al inminente gran momento.

La sesión del paciente que daría inicio a la hora de las musas, ha llegado a su fin. Un señor particular que luego de hablar y hablar dice: lo que pasa que hay cosas que yo no quiero ver!. Repite su frase, le pide sus anteojeras y lo despide hasta la próxima semana. El hombre acepta y se va. Guarda lo que era de éste, que nunca más usará; y por fin, el gran momento ha llegado.

Saquito de te en mano, se dirige a la cocina, calienta el agua con la temperatura justa. Mientras observa la formación paulatina de las pequeñas burbujas, piensa en aquellos ribetes geniales que por fin dará a su texto. Y que de una vez, pondrán punto final al trabajo de meses.

El té se calentó demasiado, pero no importa, puede soportarlo. Lo dispone al reposo, mientras enciende su pequeña computadora, especialmente adquirida para estos sutiles momentos de escritura. Como un cazador de grandes momentos. Coloca su añeja madalena junto al humeante de frutilla. Todo está listo. Sólo falta ese pequeño pero gran adminículo que guarda sus letrados tesoros. A decir verdad, lo busca aunque sabe que no lo tiene. Recuerda que la ultima vez que lo vio estaba prendido cual sanguijuela a su pc oficial. Esas que no se mueven y aún se jactan de ser las verdaderas. Sabe que no lo puso, pero lo busca y no sólo eso, se desespera. Apura sus movimientos de un bolso al otro. Pasa por los bolsillos más recónditos, los fondos de los cajones (jamás lo pone ahí), el piso, la entretela del sillón, tal vez en el diván… ¡¿Dónde está el pepucho?! Vuelve al bolso y agita sus manos dentro como un perro que cava un hoyo. Su corazón está agitado y espera un milagro. ¡Que el pequeño aparezca y la ilusión del momento no se quiebre, por favor!
En fin, el bicho no está. No hay más remedio.

Era de esos días en los que sale de su casa muy temprano, para regresar solo cuando el cielo ha agotado sus matices. En la mañana, sus inhibitorias ataduras gozaban de un redoblado vigor. El problema es que este muchacho al que va, su analista, no ha desarrollado sus técnicas completamente y de acuerdo a las necesidades concretas del cliente. Si le desata el nudo de la escritura, también podría coparse y hacer aparecer los elementos precisos para llevarlo a cabo. Porque nuestro pobre héroe de la palabra salió con una cabeza de su casa y luego por la tarde se encontró con otra. Esta última paga los platos rotos de la adormecida mente matinal. ¡No es justo! Por eso, igual escribe. Escribe sobre lo que le falta: ¡el bendito pepucho!