viernes, 6 de junio de 2008

El psicoanalista se funda en un bochorno

Borges tenía un destino literario, lo supo desde muy joven. Se anudó a ello y aceptó que su vida correría por esos campos. El destino psicoanalítico, es decir, alguien que tarde o temprano terminará convirtiéndose en psicoanalista, también es inevitable.
Probablemente las condiciones no sean tan exquisitas. El psicoanalista suele tener un preludio, digamos, bochornoso. Nos arroja del mito popular de que tendríamos la vida resuelta y nos acerca a nuestra tan mentada locura.

La vida del psicoanalista no es fácil. O peor, no fue fácil. Tal vez convertirse en psicoanalista es lo mejor que pueda suceder. De hecho, el analista se la pasa pensando en los problemas de los demás y por fin olvida los propios. Es perfecto.

Triste no es lo mismo que bochornoso. El bochorno es grotesco. Revela la más triste ingenuidad.

Primer día de la colonia. Niños por todas partes. Iban y venían como hormigas. Las cosas casi nunca son como uno se las imagina. El micro naranja había sido un tormento. De pantaloncitos negros y remera amarillo intenso. Un taxi destinado a fracasar, muy bonito pero inhabitable.

La escena siguiente se rodaba en el vestuario. Éste le resultó una obscenidad obligada, a la que la pequeña no estaría dispuesta. No había compartimentos únicos y privados para cambiarse. Qué era eso de mostrar sus menudencias a todas esas locas desconocidas. Así que se encerró en el único cuartito que encontró. Solo ella y el inodoro. Nadie la vio entrar. Debía cambiarse sola por primera vez. Le llevó decenas de minutos encontrarle la vuelta a la mallita (no era como la de las otras nenas, más complicada y más escotada), y luego empaquetar todo ese pelo dentro de la gorra casi del mismo color. Habiendo guardado meticulosamente cada cosa en su bolsito, en mallita, con gorra y vergüenza encima, se atrevió a abrir la puerta. Esperaba que la esperaran, pero no se encontró con las mismas desconocidas. Estas eran otras, más desconocidas y encima más grandes. Casi no advertían su presencia. Sólo algunas la miraban como a un zapallo en una joyería. No lloró. Caminó con su mallita, no pidió ayuda, no se animaba. No entendía cómo había pasado de cenicienta a zapallo en un cuartito.

Llegó a la pileta. La boca del hormiguero. Niños y más niñas entraban y salían del agua con una soltura que tendría que pertenecer a cualquiera de su especie. La pileta era redonda. A su alrededor toallones de cada cual dispuestos como rayos de sol haciendo un circulo al agua, también desconocida. Esta pequeña cenicienta devenida zapallo nunca se había metido en una pileta. Ignoraba datos cruciales como la profundidad. A esa edad el piso es una certeza. En la bañadera el agua nunca podía sobrepasar su nariz, así que la pileta sería una gran bañadera a la que se ingresaba haciendo cola en una metálica escalera.

Desplegó prolijamente su toallón en un lugarcito que pudo encontrar. Miró a los otros niños, entendió que la escena siguiente se rodaba en el agua. Se enfiló detrás de otros pequeños que esperaban su lugar en la escalera. Levantaban uno y otro pie en señal de ansiedad y también para soportar el fresco fuera del agua. Ella hizo lo mismo.

Llegó su turno. Se había formado una larga cola detrás de ella, no había hablado con nadie y sus piecitos ya tocaban el agua, pero no el piso. Otro niño apresuraba la operación para obtener su turno. Ella entendió que tendría que soltar su mano de la escalera y supo en un instante el concepto de altura y profundidad del agua. Sus movimientos torpes no la llevaban a la superficie, su nariz ya estaba llena de agua y su boca ni que hablar. El borde de la pileta estaba lejos, la rigidez del zapallo no ayudaba al desplazamiento. Quiso llorar pero no era el momento. Otra niña flotaba como podía muy cerca de ella. No dudó. Hundió su mano en el hombro de la desconocida, ésta sí grito, la puteo hasta que el agua la tapo, para ese entonces nuestra pequeña alcanzó el borde. La otra volvió a flotar y la odió para toda la colonia. Pudo salir del agua, retornó a su toallón y comenzó a mirar todo desde afuera.
Permanecio allí muchos años.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Uy Natalia... qué recuerdos espantosos! odiaba la colinia, pero iba, me mandaban... Me sentía sapo de otro pozo. Coparto tu teoría sobre el destino psicoanalítico, otro caso que lo confirma el mío.
Saludos!
Noelia

Natalia Zito dijo...

Noelia:

Bueno, no olvidemos que la vedette de mi blog es la ironía... asi que a vidas horrorosas, psicoanalistas excelentes!

Hace poco vi una película de la que rescaté solo una frase interesante: no se puede hacer arte con la panza llena. Traducido a lenguaje psicoanalitico, sería que sólo se puede construir desde la falta.

Saludos,

Natalia.

Viviana dijo...

Conmovedor. El mejor argumento que he encontrado hasta ahora para justificar'me'la razón por la que nunca mis hijos fueron a una colonia ¿Devine zapallo alguna vez? no lo sé ¿Y ellos, aún sin colonia? probablemente y más que seguro, la culpa fue mía.
Cariños,
Vivi